Con motivo de una ocasión muy importante que sucederá mañana, los lectores de Viena Directo tendrán ocasión de acercarse a la faceta más íntima de su autor.
7 de Octubre.- Mi madre es una señora muy disciplinada y muy responsable. El día 6 de Octubre de 1975, se acercó -trabajosamente, porque estaba embarazadísima- al Hospital de la Paz de Madrid, pensando que había llegado ya el momento. Le dijeron que no, que señora, que váyase, que hay que ver qué pesadas son las madres primerizas. El siete de octubre de 1975, lo mismo. Y el día ocho, a las doce de la mañana, llegó el momento en que mis padres tuvieron su primer hijo.
Yo creo que fui un niño bastante hermoso. Y tan plácido que mi padre, al tercer día, pensando que me pasaba alguna cosa, le pidió a una enfermera que me diera un tortacillo en el culete, o un pellizco de monja, a ver si así me escuchaba llorar, porque no me conocía el llanto.
Esto ha sido una cosa que, desde entonces, se ha mantenido bastante, la verdad. El niño de entonces es hoy un hombre bastante paciente en varios idiomas (entre ellos, por razones obvias, el alemán). Nunca una mala palabra, nunca una voz más alta que otra, siempre (o casi) buen humor ante las adversidades inevitables de esta vida.
Si hay que buscar la raíz más remota de Viena Directo, habría que encontrarla en algún momento de marzo de 1981.
Colegio Castilla -ya no existe-. Mi profesora, la señorita Maria José, nos mandó a los niños una redacción sobre un tema tan desesperante como „La primavera“ (y es que hay que ser Goethe o García Lorca para poder hacer algo con semejante lugar común, pero bueno). Parece que estoy viendo todavía aquel papel, tamaño cuartilla, que se desmigajaba a nada que borrabas un poco fuerte, las dos rayas azules que eran entonces la férula que modelaba nuestra letra insegura. Recuerdo el momento de pensar „ah, pues molaría una redacción en la que un niño dijera esto“ y escribir, con mi letra de entonces (bastante buena, otra cosa que se mantiene hoy): -!Volad golondrinas! Dejad que la primavera estalle en vuestros cuerpos. Y a la señorita, preguntando que quién quería leer y yo, sabiendo que tenía lo que en el lenguaje periodístico se llama „un total“ levantando la mano: –A ver, Francisco Javier -nadie me llamaba entonces Paco- a leer. Y mi voz leyendo no solo la frase, sino sintiendo que la frase estaba muy bien escrita y que era genial decirla y que, para que la frase resultase, había que poner énfasis aquí o allí. La señorita Maria José, en aquel momento recién salida de la Universidad, se quedó de plástico. Y llamó a sus compañeras (la señorita Loli, que daba segundo de EGB, la señorita Bene, tan maja, que daba tercero). Y me sacó de la clase, y me hizo leer la frase una o dos veces, y me preguntó si la había copiado, y yo le dije que no. -!Vas a ser escritor!-me dijeron la mar de contentas- y, algún día, cuando publiques un libro, se lo dedicarás a tus maestras del Colegio Castilla ¿Verdad? Y yo dije entonces mi primera mentira consciente, porque dije que sí (letras y pecado, binomio inseparable). Y mientras lo hacía y ponía cara de que nunca ninguna pieza de la vajilla había sido víctima de mi mala leche, pensé „esto de escribir, mola“ porque ese talento daba la posibilidad de conocer más íntimamente a gente importante y muy misteriosa, como en aquel momento eran, para mí, las profesoras del Colegio Castilla. Naturalmente, para entonces ya había aprendido a leer. Cosa que me sigue apasionando.
Fui muy precoz. Pronto (en realidad, de manera muy poco sana) empecé a conocer el significado de palabras como „desaforado“ y „autodidacta“ y „polifacético“. Las coleccionaba en los libros. En todos. Porque yo no discriminaba y lo mismo leía una biografía de Anibal (que tenía un hermano que se llamaba Amílcar, y además Barca de apellido) que libros sobre trenes y construcciones varias o la revista de la Guardia Civil -mi abuelo era corrector de la imprenta que la fabricaba- o la revista Pronto, antípodas de aquella, en donde me enteraba de la vida de las folclóricas.
Y claro, si bien mi vocabulario creció considerablemente, mi interés en mis condiscípulos decayó de manera proporcionada. Que nadie me culpe. Es que no podían competir. No tenían conversación ¿De qué hablaba yo con aquellos extraterrestres?
Los chicos eran particularmente desesperantes.
-¿Juegas al fútbol?
Y yo arrugaba la nariz:
-¿Y eso para qué sirve, se habla?
-No, se pegan patadas. Mola. Y hay que ganarle al equipo contrario.
-¿Y no sería mejor encontrar una solución negociada al conflicto de quién se queda con la pelota?
–No, no se negocia. Uno tiene que ganar.
-Vaya rollo. No, no juego.
-!El Francisco es mariquita!
-¿Y eso?
-Porque no le gusta el fútbol.
Y yo los veía pasárselo tan bien haciendo aquello y, como no les entendía, les despreciaba, porque ya se sabe que el hombre, y más si es español, desprecia cuanto ignora.
(A mí, naturalmente, me hubiera gustado ser un niño popular y que los otros no me hicieran el vacío, pero tener que aprender a jugar al fútbol…Hubiera sido un precio demasiado alto).
En cambio !Las chicas! Ah, las chicas…Las chicas hacían teatro. Qué cosa tan chula.
Nos juntábamos en el recreo -media hora en aquel parque que, en invierno, se convertía en un barrizal tapizado de cacas de perro y de gatos callejeros, porque en aquella época, lo ponía en nuestros libros „España era un país en vías de desarrollo“- y ensayábamos obras (que yo inventaba, naturalmente, porque era así de repelencio) y luego las representábamos en clase.
Por aquella época, hice la comunión, lo cual representó para mí una incursión más seria en el mundo del teatro. Del teatro religioso, por así decirlo.
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