Tras una semana en España, el emigrante vuelve a Viena. Para entretener la espera en el “urupuerto”, otro capítulo de su apasionante autobiografía.
15 de Octubre.- En el capítulo anterior de esta especie de autobiografía selectiva, contaba yo (mis lectores pueden verlo) mis problemas iniciales para relacionarme con mis contemporáneos a la altura de nuestros ocho o nueve años y mi incapacidad total (que aún dura) para darle una patada a un bote y emular a Cristiano Ronaldo (en aquel entonces a Michel Platini, actualmente algo caído en desgracia, pero que era el amor “platínico” de mis maestras, que se pirraban por sus piennas cuando se ponía en aquellos pantaloncillos cortos que gastaban los futbolistas en los años ochenta).
Contaba yo también que, muy pronto, descubrí el placer de ser mirado mientras decía textos míos o de otros (esto es, lo que gente con más talento literario que yo ha llamado “el veneno del teatro”) y terminaba con un intrigante (eso espero) cliffhanger en el que decía que, en la primavera de 1984, sumé uno más a mi ya larga lista de éxitos al apuntarme al “teatro religioso” ¿Me puse a recitar La Vida es Sueño? ¿Renové el género del auto sacramental sumándole influencias, entonces tan en boga, de los electroduendes y La Bola de Cristal? Pues no.
Guerra entre parroquias: solo puede quedar una
Resulta que, en aquella época, todos hacíamos la primera comunión (no solo, como pasa hoy en día, quienes son especialmente religiosos).
Para mis lectores más jóvenes, quizá habría que aclarar que, entonces, los catecúmenos éramos un chorro de gente. La explosión de natalidad de mediados de los setenta había hecho que, allá donde fueres, hubiese muchos niños de tu edad (más tarde todos los botellones estaban de bote en bote, luego las universidades, después el mercado laboral…En fin: el destino de mi generación ha sido la masificación).
En mi colegio, del que luego hablaré con más calma, había nada menos que cuarenta niños por clase (a veces, rebasábamos esa cifra, demencial para los estándares de hoy en día) y las iglesias también estaban reventonas de niños que cantaban que tenían un gozo en el alma (!Grande!) gozo en el alma, etcétera.
En mi pueblo, entonces, había dos parroquias.
La vetusta del muy cascarrabias llamémosle don X. -que en paz descanse- y luego estaba la moderna que era la de llamémosle don Y..
De don X. se contaban todo tipo de historias tremebundas, como que seguía utilizando con los catecúmenos los mismos métodos fascist…Digooooo conservadores de educar niños que en los años cuarenta y que, al que no se sabía, pongamos por caso, el credo o el Ave María, les daba con la palmeta. En cambio, en la parroquia moderna, la de don Y., aunque estaba más lejos de mi casa, los sacerdotes y las catequistas, aún sin salirse un punto de las enseñanzas de Juanpa dos palitos (hoy “San Juan Pablo Segundo”) reinaba una interpretación de la religión algo más en consonancia con la razón y con lo que hoy defiende el PPP (o sea, el PaPa Paco); o sea, un énfasis mayor en la evidencia incontestable de que todos somos hermanos y en que Dios, sobre todo, es amor. Amén.
Folklore catecumenal
Quizás influyese también que el párroco de la parroquia progresista era un poquito Priscilla Reina del Desierto -bueno, bastante-.
Visto desde la tolerancia actual parece mentira pero en aquella época, los gays eran personas que tenían aún pocas salidas en la vida -una de ellas meterse a cura o a monja- y, como no fueran familia de Esperanza Aguirre -como Jaime Gil de Biedma- o Juan el Golosinas la gente llevaba mal que a un señor le gustasen los señores -no digamos que a una señora, como Encarna Sánchez, le gustaran las folklóricas-; así que DonY. llevaba una vida más o menos apacible camuflado debajo de su sotana y procurando que, durante las homilías, se le notase la pluma lo menos posible (empresa bastante difícil).
Las catequistas eran en general señoras de mediana edad y aspecto algo mustio, con trajes de chaqueta y blusas con lazo a lo Nancy Reagan. Posan en las fotografías de grupo de entonces con sus permanentes y sus collares de perlas, con aspecto algo ausente y sonrisas que son como la carrera musical de Leticia Sabater -o sea, que no llegan a cuajar-; los chiquillos, por nuestra parte, estábamos convencidos de que el trance de la primera confesión (“me acuso Padre de haberme peleado con mi hermano”) y el de “recibir al Señor” era un momento cumbre de nuestras existencias, que precedería naturalmente a heroicidades como la de un San Francisco de Borja, duque de Gandía (desengañado del mundo y de sus pompas por haber visto un cadáver en avanzado estado de descomposición) o de meternos a misioneros/as para evangelizar a todas las personas del mundo que no tenían ni idea de que Cristo había muerto por ellas.
El gran día
Naturalmente y, después de este largo rodeo, retomo mi relato, el punto culminante del año de la catequesis era la gran misa dominical (o festiva, la mía fue el día del Corpus de 1984) en donde tomábamos la primera comunión. Era una misa muy especial en la que, para alegría de los fotógrafos de entonces, que sacaban píngües beneficios, todos los niños teníamos una participación. En un primer momento, la mía iba a haber sido el leer un textito corto, mecanografiado (conservo todavía el papel) de “las preces”.
Alguien, sin embargo, se fijó en que yo leía con bastante fluidez, así que le dieron mi textito a otro niño y a mí me tocó el leer el saludo inaugural en donde se agradecía a padres, a catequistas y a todo Cristo -en este caso,literal- el hecho de que hubieramos llegado a aquel momento estelar de nuestras (aún breves) biografías.
La mañana del 10 de Junio de 1984, jueves, yo descubrí lo que en alemán se llama “La fiebre de las candilejas” que no es, en contra de lo que podría parecer, las ganas de liarse a codazos para salir en primera fila en todas las comedias, sino exactamente lo contrario. Temblar ante la mera perspectiva de que a uno le vean.
Yo veía acercarse el momento y no veía la manera de escaparme de aquello. Cosa que se agravaba porque, naturalmente, uno hace la comunión en ayunas y yo era un crío que sin mi café con leche puesto no salía de casa. Recuerdo el momento en que mis padres me dejaron en manos de mi catequista (una señora que pronunciaba las erres de una manera muy característica); la catequista, como en una maquinaria muy bien engrasada, me dejó a su vez en manos del fotógrafo, un profesional de los flashes que tenía cientos de niños (sin exagerar) que fotografiar aquella mañana. Y después…Llegó el gran momento.
El primer minuto fue un horror, pero, una vez conseguí el silencio del público (ese silencio que hemos perseguido todos los que alguna vez hemos estado sobre un escenario) me tranquilicé y leí de un tirón todo el texto -me lo sabía de memoria de practicar, que es una cosa que siempre es conveniente en estas ocasiones- y, al final, hice una pausa (fue totalmente instintivo) y luego, con un gran alivio, la verdad fui y me senté.
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