Un encuentro (casi) planetario

StracheHemos tardado casi once años en coincidir pero, siendo Viena un pueblo grande, estaba claro que algún día tenía que pasar.

27 de Mayo.- Y di que estaba yo haciéndole un reportaje fotográfico a dos personas encantadoras, en un lugar ameno del centro de esta capital (el parque del Volksgarten o sea, los „Jardines del pueblo“) cuando de pronto, se ha producido una coincidencia en el espacio y en el tiempo que ha tardado casi once años en producirse.

Mis acompañantes y yo nos hemos cruzado nada más y nada menos que con el mismísimo Strache en persona.

Andando despaciosamente, nuestro hombre iba disfrutando de la tarde -había caido una ligera llovizna sobre Viena pero, en esos momentos, brillaba el sol- en compañía de su nuevo amor (que, la verdad sea dicha, y esto, como dicen en Cádiz, no es criticar, es referir, es absolutamente intercambiable con los diez anteriores).

Lo que podríamos llamar un instante íntimo en la vida de un político „xenófogo“ y ultranacionalista.

Si no hubiera sido, claro, porque, detrás de Strache, a escasos treinta centímetros de él y de su pareja sentisexual, iban dos señores de unos treinta años que, obviamente, eran los seguratas o escoltas que velaban de que ningún pájaro hiciese sus necesidades sobre la flamante americana del político (la verdad es que ningún otro peligro podría haberle acechado en un lugar tan inofensivo).

Yo llevaba la cámara (con la lente correcta, la apertura de foco ajustada, todo todo y todo) pero la verdad es que no me he atrevido a fotografiarle. Primero, porque he pensado que los últimos implantes me costaron un güevo de la cara, y no quería, la verdad, que aquellos dos señores me los sacaran de manera abrupta y, se comprende, con grave riesgo de infección postoperatoria. Y, después porque tengo que decir que, a pesar de mi disimulo, curtido en mil batallas fotográficas mucho más difíciles que esta, Strache „me ha colocao“.

Strache y su freundin iban hablando y, de pronto, al notar mi interés, el hombre ha hecho una pausa en la conversación (quizá ha visto mi cámara) y ella le ha interrogado con la mirada pero él, con esa imitación de naturalidad que desarrolla la gente que está acostumbrada a vivir en un escaparate, ha seguido hablando y, sin cambiar apenas el ritmo de su paso se ha alejado, tranquilamente y sintiendo en el cogote el aliento de sus dos custodios, en dirección hacia la Balhausplatz, hacia la discreta residencia de los cancilleres austriacos que él lleva codiciando tantos años.

Strache iba con su uniforme de batalla cuando va de sport, o sea vestido como se visten aquí los bakalas (o canis) que tienen unas poquitas pretensiones y pueden viajar a Udine para comprar en Sorelle Raimonda: el éxito es para Strache una camisa italiana cara (con el cuello un poquito demasiado alto, con los botones un poquito demasiado grandes, abierta un poquito demasiado), una americana azul marino y unos vaqueros. Todo nuevecito. Ella, pues más o menos lo mismo.

Los seguratas, también promocionando la industria italiana de la moda pero, como sucedía en las revistas de Celia Gámez, con una versión un poco más barata del atuendo de la vedette. Camisas „de vestir“ por fuera del pantalón y vaqueros, la camisa remangada hasta medio antebrazo.

Como siempre, cuando uno se encuentra con algún famosillo (y Strache es, con un poquito más de relumbrón, un famosillo como cualquier novio de Chayo Mohedano, Kiko Rivera o uno de estos) uno no puede evitar darse cuenta del contraste entre la importancia que se da el famosillo (ese „sí, ya lo sé, soy yo, me has reconocido“) y la realidad del ser humano que va al baño todos los días, que se siente en la necesidad de figurar y que, lo más probable, es que cubra sus inseguridades pensando que se las van a notar.

También he pensado en que era curioso que Strache y yo, después de casi once años, teníamos una relación de la que él no sabe nada y yo sí sé mucho.

Y, aunque no le quiera, sí que he aprendido a respetarle porque, en lo suyo (aunque lo suyo esté en las antípodas de lo mío) es un profesional.

Le he estudiado, me sé su biografía y he presenciado cada uno de sus intentos de llegar a lo que él piensa que es el olimpo de los Diesel. He escrito sobre él en este blog, probablemente, más que sobre ningún otro personaje de la vida austriaca. He visto como ha ido aprendiendo a hablar delante de una cámara (aunque no se haya quitado ese movimiento de cabeza que le hace parecerse a esos perros que llevaban nuestros abuelos en la luna trasera el coche y que asentían a cada frenazo). He visto cómo bajaba el tono de voz, cómo adquiría maneras de nuevo rico (ha aprendido -o le han enseñado- a vestirse, aunque no pueda evitar esos relojes extragrandes que tienen, en muchos hombres, esa función de reafirmación sexual que en los ancianos que se lo pueden permitir tiene el deportivo escandaloso).

En el fondo de cualquier político ultraderechista (como pasaba con Hitler) hay un desclasado: alguien que quiere desesperadamente que lo que él considera „los ricos“ le quieran y le acepten, sin darse cuenta de que eso que él admira, ese brillo discreto, no se adquiere ni en una generación ni en dos y que dura muy poquito. Tan poquito como lo que tardan los herederos en gastarse en gin tonics y chatis caras la fortuna del abuelo. Le he visto reivindicarse a sí mismo y sospecho que a Strache le debe de doler mucho pensar que, los hijos de las grandes familias austriacas, las que llevan a sus hijos a educarse al Theresianum, al verle pasar deben decir por lo bajini „protésico dental, protésico dental…Aunque el protésico se vista de seda, protésico es y protésico se queda“.

Y, al verle alejarse, no he podido evitar suspirar pensando que es curioso saber a ciencia cierta tantas cosas de alguien con quien no se ha hablado nunca en la vida.


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