El sábado, a los sesenta y siete, murió Manfred Deix, enorme e irreverente caricaturista, especialista en excesos e institución en la cultura austriaca del siglo XX
27 de Junio.- Hace cosa de diez días, en España, en la región de Valencia, se produjo (para perplejidad de muchos propios y seguramente de una gran mayoría de extraños entre los que me encuentro) un suceso que parecía sacado de otros tiempos. Su eminencia, el inefable cardenal Cañizares, había convocado un „acto de desagravio“ a la patrona de Valencia, la Vírgen de los Desamparados, a causa de un cartel (en mi opinión absolutamente inofensivo, pero es que yo debo de tener la piel más dura que S.E.) en el que se veía a la Virgen de los Desamparados dándole un beso en la boca a la de Montserrat.
Ha sido lo primero que se me ha venido a la cabeza cuando, hoy, me he enterado de que Manfred Deix, caricaturista austriaco y una auténtica institución en el país, del que era una figura muy característica, había muerto este sábado tras una larga enfermedad (cáncer) a la edad de 67 años.
Deix era famoso por sus feroces (y el adjetivo se queda corto) caricaturas a propósito de todo y en ese todo figuraba, de manera prominente, la religión. Y la católica en particular (cosa que es lógica porque, culturalmente, era la que le pillaba cerca, ya que había crecido en la Austria profunda en una época en la que el catolicismo más rancio era una losa de granito ideológico de la que casi ningún austriaco se podía zafar).
Hoy, al saber de la muerte de Deix, he pensado:
-Si llega Cañizares a ver alguno de los dibujos de este, no le hubiera alcanzado la vida para convocar actos de desagravio, autos de Fe, quemas de herejes y lo que se le hubiera ocurrido.
En fin: como decía más arriba, Manfred Deix nació en Sankt Pöllten, pero creció en un pueblo de Baja Austria, Böhemkirchen, que hoy tiene poco más de 5000 habitantes.
Deix padre (no confundir con el anciano de barba blanca y triángulo en la cabeza) era el dueño de uno de los bares del pueblo „La taberna de las uvas azules“ llevaba por nombre y el hijo, excesivo para todo, la verdad es que no tuvo buena relación con él. Y de hecho, cualquiera que se pare a pensarlo un poco podría pensar que toda la obra posterior de Manfred Deix, desde que a los once años publicó su primera caricatura en el periódico de la iglesia de su pueblo, fue una constante rebelión contra el padre y lo que representaba. Al señor Deix no le faltaba un perejil. Mutilado de guerra (en la campaña rusa), tabernero además, que es un oficio que se presta a largar de las hazañas de uno, reales, embellecidas o imaginarias, es de suponer que sin una pizca de arrepentimiento sobre lo que había sido el nazismo; hombre de orden (en el peor sentido de la expresión), amante de la Patria, de la Religión, y de todas esas chatarras, era inevitable que el hijo le saliera como le salió Manfred.
O sea, todo lo contrario.
La carrera académica de Deix fue corta y, como todo en el resto de su vida, discurrió por un camino lleno de baches. Intentó una especie de formación profesional en las artes gráficas, pero le echaron a los dos años de haberla empezado (por no aparecer por clase, según el interesado). Se inscribió y le aceptaron (no como a Hitler) en la escuela de Bellas Artes de Viena, pero igual: a los catorce meses de haber empezado, interrumpió sus estudios y se lanzó, en la tumultuosa (pero aún entrañablemente pueblerina) Viena de principios de los setenta a una vida de pinceles, cafés con mucha mugre y monstruos entrañables, nicotina y alcoholes de alta graduación, cabalgando en una ola de éxito con sus caricaturas salvajes, guarras e irreverentes (yo reconozco que a mí, algunas, me parecen demasiado bestias, y eso que yo, como saben todos mis lectores tengo la manga muy ancha para lo de la risa).
Su irreverencia contra la religión católica, la pagó cara. No solo en forma de demandas judiciales, sino laboralmente también. Dichand, el todopoderoso editor del Kronen Zeitung, le vetó acusándose de „blasfemo“ por haberse reido (literalmente) hasta de Dios padre (que es de lo que se ríen los angelillos todos los días, ya se sabe, „de la gracia de Dios“).
Por el camino, le pincharon las ruedas del coche, le llenaron el buzón de su casa de heces, le amenazaron de muerte en varias ocasiones…Y todo por desnudar, como nadie lo ha hecho (quizá, más tarde, Ulrich Seidl), el alma de este país, que es un alma hermosa, quién lo duda, pero que también tiene un lado macabro, sucio y de mal gusto que Deix estaba sumamente dotado para ver.
Pero Deix, siendo fiel a la botella, a los cigarros y a las acuarelas, también fue un hombre de otras fidelidades duraderas: a su mujer, por ejemplo, a la que conoció con catorce años y con la que se casó en 1984en Las Vegas (durante una estancia en los Estados Unidos durante la cual Manfred Deix cumplió uno de los sueños de su vida, que fue conocer a los Beach Boys) y también a los animales. En 2015, últimas cifras conocidas, Deix y su santa vivían nada más y nada menos que con 39 gatos.
No todo fueron éxitos en su vida, claro. Deix era un hombre difícil y sus excesos con las sustancias, particularmente el alcohol, le pasaron factura física, por lo que durante los últimos años anduvo muy quebrantado de salud, aunque siguió publicando en muchos medios austriacos y en 2009, con ocasión de su sesenta cumpleaños, el Museo de la Caricatura de Krems (frente por frente, por cierto, de la cárcel en donde está el Monstruo de Amstetten) le dedicó una retrospectiva que fue la consagración de un muchacho que, de niño, quiso ser boxeador.
Entre sus fans, otro austriaco, otro austriaco ilustre, gigante del humor y de la irreverencia como él, pero dotado de una sutileza que Deix a lo mejor no quiso tener: Billy Wilder.
Hoy, estos dos grandes conocedores del alma humana (y de todas sus vergüenzas) estarán mirándonos con curiosidad, sin duda, desde el otro lado.
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