Bad, very bad robot

movilTímida, con una apariencia inocente, la amenaza lleva algún tiempo haciéndose presente. Austria no es inmune y a todos nos afecta.

15 de Noviembre.- Llegará un día, no muy lejano, en el que mis lectores podrán preguntarse, con fundamento, si este texto que están leyendo lo ha escrito servidor, o lo ha escrito un algoritmo que imita las peculiaridades de mi estilo. O sea, lo que se conoce como “robot”. De hecho, ya, todos los días, todos sin excepción leemos textos escritos por robots, solo que no nos damos cuenta porque, generalmente, están camuflados bajo apariencias inocentes o de poca importancia. Son textos producidos de manera experimental para probar hasta qué punto los algoritmos son eficaces y pueden imitar “la voz humana”.

Por ejemplo ¿Sabía usted que es un robot el que le pregunta cuánto sabe usted de películas? ¿O a qué personaje famoso se parece? ¿O el que le dice qué día va a morirse si sigue fumándose tres cajetillas de güíston? ¿Se ha dado cuenta de que es un robot el que escribe el horóscopo que consulta usted todos los días en Facebook? ¿Sabe usted que es un robot el que decide que usted debe leer esos mensajes de “comparte si te indigna” o esos en que, si uno lee el texto, piensa que, por su tosquedad, al escritor se le ha ido la mano con el traductor de Google? Pues sí: todos son producidos por programas informáticos. Se calcula que el 50% del tráfico de internet está generado por robots, o sea, por aplicaciones que combinan palabras en frases con sentido, las palabras en textos y los publican. O sea, que estamos a un paso de las máquinas que producían novelas que salían en 1984 de Orwell y, de hecho, ya hay programas que pueden producir una sinfonía “al estilo Mozart” o un cuadro “al estilo de Monet”.

También es fácil (aunque yo no sepa) producir un programa informático que cree cuentas falsas de Facebook o de Instagram y luego se pueden vender esas cuentas en paquetes de miles, en forma de seguidores falsos para personas que quieran aumentar su estatus de cara a los seguidores verdaderos. Lo hace todo el mundo y es una estrategia de timo y de marketing político corriente. Todos los que somos administradores de un grupo de Facebook hemos aprendido a identificarlas (de momento). Todavía son poco sofisticadas, afortunadamente. La mayoría son una foto (generalmente de una muchacha pechugona), tienen cinco amigos y cuatro post de fotos. Pero llegará el día (no muy lejano) en que los robots podrán producir cuentas que parecerán verdaderas, que tendrán likes y tendrán comentarios de otras personas que dirán “!Qué guapa estás en esta foto, Mari!” o “Cada vez que me acuerdo del buen rato que pasamos en aquel bar de Lloret de Mar se me saltan las lágrimas ¡Qué buenas almejas a la marinera!” y entonces, señora, estaremos fritos.

Al principio, en Austria, estas noticias trascendían a los medios, y la gente se escandalizaba (¡Pobres ignorantes de nosotros!). Por ejemplo, yo recuerdo haber escrito aquí que, cuando Faymann era canciller, unos becarios le hicieron la página de Facebook y, para que tuviera un poco de más lustre, compraron unos cuandos miles de fanes y fanas de camelo. Y la gente se rió de él, de Faymann, porque pensaban que los fanes y las fanas falsos y falsas eran un plumo y una pluma en el gorro de Faymann, o sea, una cosa de vanidad. Pero quiá, nada más lejos.

Aunque en esto, la ultraderecha, siempre a la vanguardia, se ha mostrado mucho más activa. Yo estoy convencido de que un alto porcentaje de los seguidores de Strache (esa cuenta pensada –y muy bien pensada- para producir titulares diarios y que la fiesta no decaiga) son de mentira y están gestionados por un grupo de community managers que se dedican, entre café y café, a imaginar dimes y diretes, a cual más bestia, entre las personalidades que manejan, para calentar a los auténticos seguidores y producir ruido, tráfico virtual, que impacta en el mundo real. Como por ejemplo, en este caso que ya conté.

Las democracias occidentales, la austriaca incluida, están regidas por señores que, en punto tecnología, duermen aún en los tibios algodones del siglo XX y sin embargo a nadie que lea un poco se le escapa que, con un presupuesto muy ajustado, ya no es ciencia ficción crear corrientes de opinión que cambien el devenir político de un país o los resultados de unas elecciones. Basta con crear el principio de una bola de nieve falsa, una masa crítica, que luego todos, colaboradores inocentes, vamos engordando. Adhiriéndonos, pero también distanciándonos de ella (por ejemplo, mediante el famoso “efecto Streisand”).

La situación es peligrosísima, sobre todo cuando, como sucede en este momento histórico, hay muchísima gente que tiene a su disposición la tecnología, pero no la suficiente formación crítica para discriminar y distinguir (véase Estados Unidos). Es indudable que esto supone, ya lo ha supuesto, un deterioro muy peligroso de la transparencia y de la calidad de la democracia, porque una de las patas fundamentales de la democracia es un sistema de información libre, en donde las noticias provengan de fuentes fidedignas, comprobables, de medios que tengan un accionariado que dé la cara.

Y tranquilos, que soy una persona (de momento)


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