Si eres español, no estás de suerte. Más temprano que tarde los austriacos te van a preguntar por dos cosas.
26 de Agosto.- En estos últimos años, cualquier español que viva en Austria ha tenido que enfrentarse a la pregunta del independentismo catalán. En general, los austriacos preguntan con mucho tacto y se muestran bastante perplejos a propósito de la cuestión. Existe, claro está, esa categoría de austriacos que yo llamo „los hispanistas“ que son esa gente que, después de venir de unas vacaciones en Mallorca o de haber cenado paella un par de veces en Barcelona (lo de cenar paella en cualquier restaurante de las Ramblas es una cosa que solo hacen los turistas) pretenden estar autorizadísimos para explicar(te) o explicar(nos) o explicar, simplemente, al mundo entero, por qué el nacionalismo catalán representa una excepción en la regla que vincula al nacionalismo con las potencias más rancias del alma humana. De nada sirve que uno trate de explicarles el curioso proceso de por qué el conservador nacionalismo catalán quedó, durante la transición, vinculado con cierto progresismo vía el antifranquismo. Porque no pueden aceptar que las actuales circunstancias son, en realidad, un daño colateral (otro más) de la dictadura.
Tampoco sirve de nada intentar explicarle a los austriacos hispanistas que, en España, existen lenguas cooficiales, que las autonomías (todas) tienen un grado de autogobierno que ya quisieran para sí Vorarlberg o Burgenland y que, en general, la democracia española comparte defectos con todas las de su entorno pero que, en cuanto a su arquitectura general, es homologable a otras, como la austriaca y, en algunos aspectos, incluso más abierta y liberal (por ejemplo, en lo tocante al matrimonio igualitario).
Dejando fuera a los hispanistas, la gran mayoría de los austriacos no entienden por qué Cataluña aspira a la independencia del resto de España y, cuando a uno le preguntan, en general ponen cara como de estarle a uno preguntando por un pariente que sufriese una enfermedad de causas inconfesables.
A esta pregunta recurrente (sombra de Rebeca, sombra de misterio, eres la cadena de mi cautiverio) amenaza con unirse otra de respuesta aún más complicada.
Se trata del asunto de los restos mortales de Franco.
Para aquellos de mis lectores que no estén familiarizados con la Historia reciente de España, hago un resumen micromachines.
Francisco Franco fue un militar español, nacido en El Ferrol, en 1892 y muerto en Madrid en 1975. En 1936, Francisco Franco, acompañado de otros generales, se sublevó contra el Gobierno legítimo de aquel momento. Franco brujuleó en las entrañas del poder hasta hacerse con el mando supremo de los sublevados y, durante la guerra civil subsiguiente (mantenida bien por cálculo o por inepcia militar del propio Franco, que en esto no hay unanimidad de pareceres) y unos diez años después de que terminara, Franco y los suyos fueron responsables de un número de muertes directas e indirectas que pasa del medio millón de personas. Tras la guerra mundial última, cayeron los fascismos y Franco, cual Madonna, se vio en la necesidad de reinventarse para mantenerse en el poder. Colgó los uniformes y se puso el traje y adoptó el papel de abuelo de la Nación. A los ochenta y tres años, como queda dicho, falleció. Tras un tortuoso proceso seguido muy de cerca por la CIA, España se convirtió en una democracia y, como había sucedido en Austria muchos años antes, los americanos se las apañaron para reciclar lo que era aprovechable del franquismo, una vez quitados de en medio sus representantes más extremos (Girón de Velasco, por ejemplo, ese hombre que hablaba como en un sainete de Arniches, o Arias Navarro). Del franquismo surgió una democracia cristiana parecida al ÖVP y de la oposición, previo espurgamiento, una socialdemocracia muy influida por el modelo alemán.
Mientras todas estas cosas pasaban, los restos de Franco estaban en un lugar llamado El Valle de los Caídos, junto con otros treintamil muertos y los restos del fundador del partido fascista español, Jose Antonio Primo de Rivera. Franco y Primo, en vida, no podían ni verse, por cierto.
Durante ese tiempo, el Valle de los Caídos era un sitio más bien inhóspito pero, de manera inevitable, objetivo del peregrinaje de nostálgicos.
En la primera década de este siglo, cuando se cumplieron cuarenta años del fallecimiento de Franco y por la inapelable ley de la biología, se pensó que la mayoría de los franquistas se habrían extinguido como el dodo, se abordó el qué hacer con el mausoleo del dictador.
El Gobierno convocó a una comisión de expertos que aconsejaron „resignificar“ el lugar convirtiéndolo en un lugar de recuerdo de las víctimas del fascismo. Para ello, sugirieron que sería conveniente sacar los restos de Franco de donde están y llevarlos a otro sitio. Tras el correspondiente trámite parlamentario, el año pasado, 2017, se decidió que se haría. El Gobierno de entonces dio todas las largas que pudo, basándose en pretextos vagos y en excusas de mal pagador.
Este viernes la voluntad del Parlamento, sede de la soberanía nacional, se ha hecho ley y Franco será sacado de su tumba y colocado en otra más discreta.
Pues bien: desde que se ha sabido esto, el Valle de los Caídos es una romería. No de franquistas (en España no quedan, o quedan muy pocos) sino de gente normal que quiere ver el sitio antes de que lo cambien.
Resulta difícil explicarle a los austriacos este efecto colateral de la ley promulgada. Quizá mis lectores puedan darme ideas para hacerlo. Se agradecería
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