El no querer tener nada que ver con Emilio Butragueño pudo sellar mi desgracia en el colegio. Por suerte, estaba Jose Luis.
4 de Julio.- En el colegio me sentaba cerca de la señorita Maria José y en la mesa de al lado se sentaba mi amigo Jose Luis V.
Durante mi etapa escolar yo siempre supe que un poco diferente de mis condiscípulos (cosa que por lo general no me hacía demasiado feliz, ser raro no es fácil).
Debido a ciertos condicionamientos de los que el lector se puede hacer una idea si ha leido antentamente lo anterior y a una cierta falta de habilidades sociales, la verdad es que yo tenía la sensación de no ser muy popular entre algunos de mis compañeros. Sensación que los más brutos de ellos se encargaban de confirmarme con cierta frecuencia (sigue siendo así, solo que ahora los matones tienen más de cuarenta años). Yo era y soy una persona muy cariñosa y me gusta la gente, de manera que la situación me martirizaba bastante. De cualquier manera, mirando hacia atrás sin ira, el hecho es que en aquellos días aprendí bastante sobre el lado oscuro de la naturaleza humana y eso, a la postre, ha sido de bastante utilidad.
De todas maneras el asunto tenía muy mala solución, porque hay cosas que no se pueden disimular. A los seis o siete años yo ya pronunciaba perfectamente « autodidacta » y sabía lo que significaba « luctuoso » y « desaforado » (debido sobre todo a lecturas indiscriminadas y muy poco recomendables para mi edad, que nadie estaba en posición de evitar) de forma que si mis condiscípulos para mí eran marcianos yo no lo era menos para ellos. Esto, y mi absoluta y total falta de aptitud para los deportes hicieron que mi vida social por aquella época no fuera demasiado exitosa.
Mi hermano, que es mucho más listo que yo, se salvó de este purgatorio infantil porque le gustaba el fútbol (aparte de por ser un chaval risueño y simpático), pero ya hablaré de eso en otro capítulo.
Si no me pasé la infancia solo fue por Jose Luis, hoy un santo varón. Al principio de los ochenta, un santo infante.
Nuestra amistad, sin embargo, no empezó bien.
Yo empecé a llevar gafas muy pronto (con cuatro o cinco años). Unas gafas de señor mayor, de metal, doradas (porque yo quise y porque en mi época se esperaba de los críos que fuéramos adultos en miniatura) y con unos cristales de cristal -dato importante- bastante pesados (hasta mi adolescencia no fueron los cristales orgánicos –de plástico- accesibles al gran público).
Una tarde de viernes (estábamos en la hora de trabajos manuales, que tocaba los viernes por la tarde) yo estaba distraido mirando a las musarañas (como siempre) y Jose Luis, estaba de pie haciendo sus cosas. El caso es que el pobre hizo un extraño con el brazo y me tiró las gafas al suelo. Los lentes aterrizaron en el terrazo y se hicieron añicos. Yo me eché a llorar (algo que hacía bastante por aquella época) y Jose Luis también, lo cual tuvo el efecto de que yo me tranquilizara al instante y fuese a consolarle.
La maestra (la señorita Maria José, a la que el lector ya conoce) vino a ver qué sucedía, recogió del suelo las esquirlas de cristal para que no hubiera sangre ni otras desgracias y yo un poco más ciego y Jose con los ojos colorados, nos fuimos de fin de semana.
El lunes, a las nueve y cuarto de la mañana llegó la madre de Jose Luis a la puerta del colegio. Yo estaba con la mía y con mi hermano. La mujer traía mucho apuro (hasta yo, que era un crío, me daba cuenta). Después de deshacerse en disculpas, le ofreció a mi madre pagarle las gafas.
Mi madre la tranquilizó al momento y le dijo que no pasaba nada, que lo sucedido eran cosas de niños y que las gafas, por supuesto, las pagaríamos nosotros. Jose Luis y yo nos hicimos amigos, amistad que, aunque algo lejana por las cosas de la vida, continúa hasta hoy. El verano pasado estuvo en Viena con su mujer y su hijo, que es tan inteligente como él.
Antes de terminar no me resisto a añadir algo : y es esto :
Jose Luis era algo más que inteligente. Es que era admirable. Nunca hubo escolar que tuviese la caligrafía inmaculada que Jose Luis tuvo (y supongo que tiene). Nunca hubo niño más prudente. Nunca persona más humilde ni más buena, ni más generosa, ni más recta, ni dispuesta a ayudar.
Fue una suerte conocerle en aquella época.
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