un certificado nazi

13 de Marzo de 1938: la Alemania nazi se anexiona Austria (2/2)

un certificado nazi

Cerramos hoy el relato de las frenéticas jornadas de 1938 durante las cuales Austria, como estado independiente, dejó de existir.

La primera parte de esta historia está aquí.

14 de Marzo.- Los noticiarios de la época muestran a Schussnigg (lo mismo que habían mostrado a Dollfuss) intentando aparentar una cierta formalidad, muy centroeuropea, al lado de un Mussolini cuyos gestos (ahora que lo pienso) recuerdan muchísimo a las caras de alucinado que Donald Trump ponía ante las cámaras (mutatis mutandis, claro).

La razón de este coqueteo con el vecino del sur era clara: Mussolini, al contrario que Hitler, era (por razones estratégicas principalmente, porque no le hacía ninguna gracia tener a Hitler pared con pared) un firme partidario de una Austria independiente y, por lo tanto, un valedor mucho más firme ante la voracidad territorial del Führer que los lejanos y flemáticos británicos.

Sin embargo, los fascistas italianos también eran un poco patazas y en octubre de 1935, un poquito más de un año después de que Dollfuss fuera facturado al otro barrio (véase capítulo anterior), emprendieron una guerra colonial que les granjeó la repulsa internacional: la campaña de Abisinia, la actual etiopía.

¿Qué se le había perdido a los italianos en Abisinia? La única justificación plausible que puede ocurrirsenos es que Mussolini quería un imperio colonial (una especie de trasunto italiano de la teoría alemana del „espacio vital“) de manera que puso un dedo en el mapa y atacó al primer país que se le ocurrió.

Y se preguntarán mis lectores ¿Qué tiene que ver esto con la anexión de Austria? Pues mucho. Como hubiera sucedido hoy, la liga de las naciones (antecedente de las Naciones Unidas) puso el grito en el cielo y condenó enérgicamente la invasión italiana de Etiopía. El único que no la condenó -para „acongoje“ de Schusnigg, suponemos- fue Hitler. Con lo cual, Mussolini se vio en la obligación (a la fuerza ahorcan) de devolver el favor y alinearse ideológicamente con el Führer. De esta manera, el pobre canciller austriaco perdió un valedor.

Había nacido „el eje“ (en realidad, la expresión „el eje“ es incompleta. Musolinni empezó a hablar en sus discursos de la vertical que unía Roma con Berlín y los periodistas le copiaron la expresión y empezaron a referirse a „el eje“).

El canciller austriaco supo que ahora la única posibilidad que le quedaba de evitar lo peor era intentar mejorar sus relaciones con Hitler. Pocos meses más tarde de que los italianos pusieran pie en Abisinia Schussnigg y Hitler cerraron el llamado „Acuerdo de Julio“ (de 1936).

Fue el principio del fin.

Apretadísimo por las circunstancias, el canciller austriaco, a cambio de tener la fiesta en paz, fue obligado a amnistiar a todos los encarcelados por el golpe de Julio de 1934 y a legalizar de facto el nacionalsocialismo en Austria. También tuvo que tragar con incluir en el Gobierno en puestos claves del Estado austriaco a destacados nazis, de cuya actividad tendrá noticia el lector próximamente.

Quédese mientras tanto con estos nombres: Edmund Glaise-Horstenau fue nombrado por el Presidente de la República (Miklas), a „sugerencia“ de Schussnigg, Ministro para Asuntos Nacionales“, Guido Schmidt fue secretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores y Seyß-Inquart (uno de los peores nazis, hasta el punto de que fue condenado en Nurenberg a muerte y ejecutado en 1946) fue admitido en el Consejo de Estado, una especie de pseudopoder legislativo del austrofascismo. Fue como si a Schussnigg le hubieran colocado micrófonos en el despacho.

No podía hacer ningún movimiento sin que se supiese en Berlín. Para Schussnigg y para cualquiera que tuviera ojos en la cara, estaba claro que Austria, como país independiente, tenía las horas contadas.

Quizá alguno de mis lectores se esté preguntando en estos momentos por qué, si todo estaba tan a huevo, Hitler no hizo antes el movimiento maestro. Pues pura y simplemente porque no se fiaba de Mussolinni.

En 1937 empezó a trazar planes para anexionarse Austria y Checoslovaquia y sus planes (secretos y bastante comedidos aún) le llevaron a indicar que Austria y Checoslovaquia cambiarían de manos para 1943 como máximo. Aunque no la descartaba, sabía que una invasión militar quizá podría desatar otra guerra europea, y no se sentía preparado todavía para eso. Por otro lado, confiaba en que teniendo a destacados nazis colocados en lugares tan importantes del Estado austriaco, quizá conseguirían ellos tomar el poder y forzar una anexión a Alemania, evitándole así el tener que aparecer, de cara a las democracias europeas, como un invasor. No porque les tuviera especial respeto a las democracias europeas, sino porque tenía (todavía) miedo de su reacción. Con este objetivo, Hitler, bajo cuerda, dio medios y fondos a los nazis austriacos, los cuales jugarían un papel fundamental en los acontecimientos que estamos narrando.

Schussnigg, mientras tanto, se movía frenéticamente para escaparse de la trampa que Hitler le había tendido y trataba de recabar por todos los medios la ayuda inglesa. Pero los ingleses estaban todavía en lo del „apaciguamiento“ y solo daban buenas palabras, y ningún hecho.

Schussnigg sabía que la suerte de Austria estaba echada.

Grafitis

El canciller Schussnigg visita a Hitler

12 de Febrero de 1938. El canciller Schussnigg llega al Berghoff, la residencia palaciega que Adolf Hitler ha ido construyendo en las montañas, cerca de la ciudad de Salzburgo. Hitler acude a recibirle a la famosa escalera que se ha convertido en una imagen común en los noticiarios de la época. Después de estrecharse las manos en un remedo de cordialidad forzada, Hitler se queda a solas con Kurt Schussnigg en su gigantesco despacho, cuyo rasgo más prominente es un enorme ventanal que mira sobre las montañas nevadas.

Schussnigg lleva una carpeta con unos papeles que ha estado preparando con Seyß-Inquart. Se trata de una serie de concesiones que está preparado a hacer en el caso de que Hitler renuncie a sus pretensiones de anexionarse Austria o, en el mejor de los casos, en convertirla en un estado satélite. Schussnigg confía en que el efecto sorpresa ayude a apaciguar a Hitler. Sin embargo, lo que él no sabe es que no habrá tal. Sin su conocimiento, Seyß-Inquart tiene a Hitler completamente al cabo de la calle de sus deliberaciones con él. El Fúhrer está perfectamente informado.

De lo que también está informado el Führer de los alemanes (y de lo que, por supuesto, Schussnigg no tiene ni idea, ahogado como está entre las confidencias venenosas de Seyß-Inquart y la propaganda oficial del Deutsche Wochenschau) es que, a esas alturas de 1938, el ejército alemán, el cual ha crecido considerablemente en los últimos meses, no está ni mucho menos preparado para invadir Austria.

Para hablar en plata: Hitler sabe perfectamente que la única oportunidad que tiene de avanzar en la cuestión austriaca es tenderle a Schussnigg un bote (grande) de vaselina y acojonarle lo suficiente como para que él solito se baje los pantalones y se ponga en una posición propicia sobre la oceánica mesa de despacho que, por cierto, aparece impoluta y sin papeles en todas las fotos.

Así pues, el dictador decide confiar en su endiablada buena suerte y se prepara para golpear duro, rápido y fríamente. Despues de un breve preámbulo en el que recomienda a Schussnigg que disfrute de la vista alpina que se domina desde el ventanal, le dice que su paciencia se ha terminado. Que la mera existencia de Austria es un crimen de alta traición al pueblo alemán. Un crimen que tiene que acabarse lo antes posible. Le dice a Schussnigg, cada vez más pálido detrás de sus gafas de pasta, que todo el mundo sabe que está solo, que ninguna potencia europea, mucho menos Italia, va a mover un dedo cuando él, Hitler, decida aplastar a Austria. Le dice que tiene en sus manos evitar el sufrimiento del pueblo austriaco y le da como plazo para acceder a sus demandas hasta después del almuerzo.

Tras esto, se lo lleva a comer.

Durante la comida, se muestra como un anfitrión atento pero, para que no quede dudas, deja caer que los tres militares que se sientan a la mesa con ellos son los tres generales que comandarían las operaciones militares para la invasión de Austria en el caso de que él así lo estime necesario.

Terminada la comida, los alemanes siguen apretándole a Schussnigg los tornillos. Ribbentrop, el ministro de exteriores alemán, pone encima de la mesa un documento con una serie de exigencias que van muchísimo más lejos de lo que Schussnigg y Seyß-Inquart han consensuado. Supone, en la práctica, darle el control de las principales carteras del gobierno a los nazis. Hitler le exige a Schussnigg hacer a Seyß-Inquart Ministro del Interior. También le exige que levante la prohibición que pesa sobre el partido nazi. Schussnigg trata de ganar tiempo. Le pide negociar sobre algunos puntos. Hitler se niega en redondo. Es un ultimátum que no admite un no por respuesta.

Schussnigg se agarra entonces a otro clavo ardiendo. Él, dice, estaría dispuesto a firmar, pero él es solo el canciller, el segundo en la cadena de mando del Gobierno. Por encima de él está la suprema autoridad del Presidente de la República, Miklas. Y no le promete que Miklas vaya a ratificar lo que él firme.

Hitler no se deja impresionar. Le da tres días para la ratificación...Y luego le invita a cenar. Schussnigg firma el papel que le tienden, pensando que con la firma ha asegurado la independencia de Austria. Se sube los pantalones y no se queda a cenar (tampoco podía hacer mucho más). Se monta su coche oficial y en poco tiempo gana Salzburgo, pasando la frontera de un país al que le queda exactamente un mes de existencia.

Mañana, en el último capítulo de esta historia, los acontecimientos se precipitan. Hitler aumenta de manera salvaje su presión sobre el Gobierno austriaco el cual, sin capacidad de maniobra, tiene que terminar por claudicar.

Los acontecimientos se precipitan hacia su final

Con el llamado Acuerdo del 12 de Febrero, Schussnigg pensaba haber apaciguado a Hitler. Después de obtener la ratificación por parte de Miklas, el Jefe del Estado, al que probablemente convenció diciéndole que no había otra opción que plegarse a las demandas de los nazis, el día 16 el canciller nombró a Seyss-Inquart ministro del interior, entregándole así el control de la policía austriaca.

Sin embargo, fuera de la Ballhausplatz, el acuerdo con el Reich fue visto con inquietud y con indignación a partes iguales. En las empresas dependientes de la ciudad de Viena en donde a pesar de que el Partido Socialista era ilegal regía aún una mayoría de izquierdas, se produjeron numerosas protestas. Representantes de estas empresas trataron de hablar con el canciller, al objeto de que garantizase una Austria independiente y, si no era el caso, para notificarle que los obreros lucharían por ella. La presión sobre el Gobierno de la dictadura austrofascista se hizo máxima en este momento, hasta el punto en que Schussnigg se vio forzado a reunirse con representantes de los socialistas en la clandestinidad al objeto de intentar apaciguar a las masas obreras. Se negó en redondo, eso sí, a una de sus exigencias: la de convocar elecciones dentro de la dictadura.

Fuera de Austria, la trampa sobre la frágil república, ya muy tocada, también se cerraba por momentos. Por un lado, Hitler publicitaba preparativos militares y por otro, a instancias de Hermann Göring, el 3 de Marzo de 1938 el Gobierno británico emitió un comunicado en el que hacía saber al Reich que, en principio, consideraba las aspiraciones de la Alemania de Hitler sobre Austria „justificadas“. Se encuadraba esta postura dentro de la línea de „apaciguamiento“ que tenía el Gobierno de (en aquel momento) His Majesty. Y que básicamente se reducía a esperar que, en algún momento, las demandas de Hitler cesaran y la situación se estabilizara.

Conocían poco a Hitler, por lo visto.

A principios de Marzo, Schussnigg dio un discurso en el que anunciaba que él era austriaco hasta la muerte y así permanecería y convocaba un referendum para el día 13 de Marzo de 1938 en el que la población pudiera demostrar que estaba con el Gobierno. La irritación de Hitler ante estas manifestaciones subió estratosféricamente. Los miembros nazis del Gobierno austriaco amenazaron a Schussnigg en todos los tonos posibles y le anunciaron que un referendum, o plebiscito, como el convocado, sería considerado inconstitucional.

Si la presión sobre el Gobierno austriaco ya era alta, Hitler, al saber de la convocatoria del referendum, decidió dar otra vuelta de tuerca. Hizo pública la movilización del Ejército para invadir Austria y envió un ultimatum al Gobierno de Viena en el que se le notificaba que, si no se aplazaba o anulaba el referendum, las tropas alemanas marcharían sobre la pequeña República el día 10 de Marzo de 1938. Asimismo, dio instrucciones de movilización también a los nazis austriacos, los cuales, de todas maneras, llevaban ya por lo menos una semana de ataques terroristas a diferentes edificios públicos por todo el país, cuyo objetivo era intentar crear un ambiente de preguerra civil que justificase una invasión.

El 11 de Marzo de 1938, Hermann Göring tomó el control de la anexión de Austria. Exigió la dimisión de Schussnigg y el nombramiento de Seyss-Inquart como canciller, a través de diferentes llamadas telefónicas. Entretanto, una turba de nazis austriacos invadió la cancillería y secuestró materialmente a sus funcionarios.

En aquella jornada de vértigo, Schussnigg anunció su dimisión terminando su discurso con un „Dios proteja a Austria“ que se hizo famoso y ordenó al Ejército austriaco, aún bajo sus órdenes, que se retirara sin oponer resistencia al avance alemán.

Los nazis austriacos ya habían ocupado los edificios públicos, aún antes de la entrada del ejército nazi y habían rodeado la presidencia de la república de un retén armado (oficialmente para „proteger“ al presidente Miklas).

Austria, como Estado independiente, había dejado de existir.

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