Y ahora ¿Qué hacemos?

Las personas que vivimos en Austria nos enfrentamos a un problema muy serio, y se necesitan ideas valientes para hacerle frente.

7 de Febrero.- Muchas veces, se ve uno tentado a imaginarse un país como una suma de inteligencias.

Como es fácil suponer, no todas son iguales. El reparto vendría a ser parecido a la famosa campana de Gauss. A los lados, los más tontos y los listísimos. En el centro, la vasta masa gris de gente como usted y como yo. Esta distribución no está condicionada por el nivel social o económico. En otras palabras: hay ricos tontos y pobres listos, y viceversa.

En rojo, la campana de Gauss (foto: Wikimedia Commons)

Esta última es una evidencia que a la humanidad le costó bastante digerir. Tardamos hasta el siglo dieciocho en darnos cuenta en Europa (o, en darnos cuenta, y que la evidencia resultase tan atronadora que empezase a haber valientes que lo dijeran). Hasta entonces se asumía que los de arriba, reyes, papas y gente así, tenían derecho a tomar las decisiones porque eran los más listos. Bien por sí mismos, o bien con la ayuda de Dios. A partir de la Ilustración, algunas personas empezaron a darse cuenta de que esto podría no ser así.

Aquí, Voltaire, bestia negra (aún hoy) de los que tienen la sartén por el mango (Wikipedia Commons)

El problema, a partir de ese momento, fue integrar cuanta más inteligencia mejor en la tarea de Gobierno. Lo que hoy llamaríamos aprovechar el talento disponible, vamos. Así se fueron consolidando, con enormes resistencias y retrocesos periódicos, las democracias liberales. Claro, es evidente que los que tenían la sartén por el mango (reyes, papas y gente así) no estaban dispuestos a soltarla tan fácilmente (siguen sin estarlo, por cierto).

Empezaron a arbitrarse mecanismos para propiciar que los talentos nacidos por azar en entornos menos privilegiados, aflorasen. Por ejemplo, mecanismos para que la mayor cantidad de gente posible pudiera estudiar. Ese era y es el objetivo de las becas, por ejemplo. Directas, mediante estipendios, o indirectas mediante la creación de universidades públicas de calidad accesibles para todos. O también la eliminación de barreras para que las mujeres estudien o se dediquen a carreras científicas.

LA MEDIDA DE LA SALUD DE UNA SOCIEDAD

Se puede decir que, cuanto más sana es una sociedad, más talento acumula en sus instituciones (este fue, por ejemplo, el éxito de los Estados Unidos en el siglo pasado). Cuanto menos sana es, más obstáculos hay para que la gente inteligente, sin tener en cuenta su procedencia social, ocupe puestos de poder. Este fue (afortunadamente) el fracaso por ejemplo del nazismo. Con las monstruosas leyes raciales, los nazis expulsaron o se cargaron a mucha de la gente inteligente que tenían. De manera que cuando necesitaron su talento (por ejemplo, para encontrar soluciones más eficientes a problemas y así ganar la guerra mundial), no estaban.

Integrar a todo el mundo, sin excepción, en las tareas de Gobierno tiene también su precio. Las sociedades tienen que trabajar de firme (y sin pausa) para mantener a sus miembros en forma intelectualmente hablando. A todos. O a la mayoría.

Por supuesto, cuanto más compleja se hace la realidad, más difícil se hace esa tarea. El progreso no para nunca, lo mismo que la resistencia de la gente a aprender cosas nuevas.

Cada nuevo reto al que la sociedad se enfrenta constituye también un examen del estado de esa inteligencia conjunta de la que hablaba más arriba. El ejemplo lo tenemos cerca. Llegó la pandemia y llegó la evidencia de que una parte muy considerable de la población estaba sumida en la incultura (los negacionistas, los antivacunas) y, por lo tanto, perdidos para la tarea de tomar decisiones constructivas o inteligentes.

Los análisis de voto demuestran que la extrema derecha tiene especial éxito entre las personas de nivel educativo más bajo y entre aquellos que, aun teniendo colgado en su casa un título académico, se han entregado al pasatiempo favorito de los que tienen menos luces: el pensamiento mágico (por ejemplo aquello de que las vacunas tenían un chip incorporado).

HAY QUE RECUPERARLES

Ayer, un periodista del periódico austriaco Der Standard puso el dedo en la llaga. Vino a decir, casi textualmente: “lo sabemos: los votantes de la extrema derecha no son los más listos de la clase pero, si queremos sobrevivir como sociedad, paradójicamente, también les necesitamos. Tenemos que encontrar la manera de recuperar a esos cenutrios que, de llegar al poder, pueden llevarnos a la ruina”.

La situación es muy peligrosa y no es para tomarlo a broma. Un país no se puede permitir tener a un 30% de cenutrios, gente que desprecia, por ejemplo, un potencial del que Austria va a necesitar en los próximos años: el de los inmigrantes. Cenutrios como Gottfried Waldhäusel.

Tampoco puede permitirse tener negacionistas del cambio climático o personas que estén en contra de la única institución, la más sólida, que puede ayudarnos a mitigar las consecuencias de estos retos: la Unión Europea.

Herbert Kickl, el jefe de la extrema derecha austriaca, protestó airado (por Twitter) debido a la afirmación del periodista de que sus votantes no eran “las cabezas más claras”. Yo estoy convencido de que él, un hombre que ha empezado por lo menos tres carreras universitarias sin terminar ninguna, es consciente de que no trabaja con los más avispados de cada casa. Precisamente en saberlo, y usar esta circunstancia en su beneficio, está su talento.

Dado que la estupidez es imposible de eliminar totalmente, es imprescindible recuperar a un número lo más grande posible de cenutrios para la causa de la inteligencia. La cuestión es cómo hacerlo.

 


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