Hoy,los mexicanos celebran su fiesta nacional, asi que nos ocuparemos de un hombre muy influyente en su historia.
(Este artículo se publicó por primera vez en agosto de 2014)
Los caminos por los que uno encuentra temas para este blog son a veces muy sorprendentes. Resulta que hace unos días, mi amigo Rafa, diplomático mexicano en vísperas de cambio de destino, partió a Sonora, de donde es natural, a encontrarse con su familia durante unas merecidas vacaciones. En el transcurso de éstas, puso unas fotos en Facebook en las que se veía claramente que los Barceló son ese tipo de familia que se divierte unida y unida se lo pasa divinamente. Escribió Rafa el nombre del sitio en el que estaba que no era otro que la Bahía de Kino. Y yo, como Kino, en alemán, es ese sitio al cual se va uno a ver películas, pues le pregunté que si el nombre venía de alguien venido de estas tierras de habla extraña.
Y efectivamente, la Bahía de Kino se llama así por un austriaco (bueno, era austriaco cuando nació, pero nació en Taio, en lo que entonces era el principado de Trento y parte del Sacro Imperio Romano Germánico. El paisano en cuestión fue bautizado como Eusebius Franz Kühn y en Nueva España le pusieron Kino, al no apañarse los españoles a pronunciar su apellido que, por otra parte, significa valiente pero tirando a descarado. Así lo llamaré yo también, para que a nadie se le trabe la lengua.
El padre Kino nació, ya lo dije, en Taio, en 1645, año en que murió, por ejemplo, el Conde-Duque de Olivares y en el que Pascal inventó una de las primeras calculadoras de la Historia. Aunque boyante, estaba España entrando en la decadencia que arrastraría durante siglos. Hacía un siglo que Ignacio de Loyola había fundado la compañía de Jesús y, ya entonces, “los de la compañía” como se les conocía, gracias a su interés en el sano deporte del hincamiento de codos, formaban la vanguardia de la Iglesia Católica –como “la compañía” solo escogía a los más listos, pronto fue víctima de toda clase de envidias y acusaciones de búsqueda de poder, muchas fundadas, otras calumniosas-.
Al futuro padre Kino, los jesuitas “le ficharon” en el colegio de Trento, a donde sus padres le enviaron a estudiar (con gran esfuerzo, los Kühn eran gente humilde). Cuando los padres jesuitas vieron que el muchacho tenía madera, le mandaron a Hall (hoy, Tirol austriaco, entonces Tirol a secas) en donde continuó sus estudios de teología, que luego complementaría, siguiendo la costumbre de la orden, con los de ciencias y matemáticas. Terminados estos, el duque de Baviera le propuso ocupar una cátedra en Ingolstadt, pero Kino rehusó el ofrecimiento, porque ya durante sus estudios había pedido ser enviado de misionero a Asia. Solo había dos puestos disponibles: uno en Filipinas y otro e México y, tras el sorteo correspondiente, decidió el destino que Kino fuera a América (bueno, el destino o la Divina Providencia, esto según creencias, claro).
En aquellos momentos, no era tan fácil llegar a América como ahora, que te coges un vuelo y en ocho horas te has cruzado el charco. Los españoles teníamos el monopolio de los viajes al Nuevo Continente y la flota partía de Cádiz una vez al año aprovechando las corrientes y los vientos y volvía, una vez al año también, cargada con la plata de Potosí y otros productos americanos. El padre Kino partió con otros dieciocho jesuitas del puerto de Génova, pero el piloto del barco, italiano, que debía de ser igual de diestro que el capitán del Costa Concordia, se equivocó de camino en el mar y, en vez de en Cádiz, como esperaban, terminaron los jesuitas en Ceuta. Cuando consiguieron encontrar el camino correcto, había partido ya la flota para América, así que el padre Kino y los otros 17 “kinitos” tuvieron que esperar nada más y nada menos que dos años hasta que pudieron conseguir billetes para América.
No desesperaron (bueno, es que, salvo mesarse las barbas, tampoco les quedaba otra) y se esforzaron en aprender español –que bien útil les sería más tarde- mientras les daban el pasaje. Pasados dos años, hablando ya español como un loro, el padre Kino y los suyos encontraron acomodo en un galeón, el Nazareno, que partía de Cádiz –esa bahía de la que decía Carlos Cano que era como la de La Habana pero con más salero- pero tampoco esta vez tuvieron suerte: el barco encalló en un banco de arena, “El Diamante” y naufragó.
Todos estos inconvenientes hubieran echado atrás a otro menos bragado que el padre Kino, pero ya se sabe que, cuando a un tirolés se le mete una idea entre ceja y ceja, no para, oiga. Aunque esto lo veremos en próximos capítulos de esta epopéyica historia.
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