Cuando a un austríaco se le mete algo entre ceja y ceja es difícil detenerle. El padre Kino tuvo sobradas oportunidades para demostrarlo.
(Este artículo se publicó por primera vez en agosto de 2014)
En el anterior capítulo de esta apasionante historia, habíamos dejado al cabezota del padre Kino embarrancado en un arenal de la Bahía de Cádiz. Seis meses después del naufragio del barco en el que tenía planeado llegar hasta América, Consiguió el padre Kino pasaje en otro buque y, la tercera fue la vencida, se hizo este a la mar. Cruzó la océana el aguerrido tirolés y, por fin, tras la larga travesía que permitían los medios de la época, arribó a América.
El continente americano era, entonces, un lugar lleno de peligros para los europeos. Al padre Kino le tocó también uno de los trozos más agrestes e inhóspitos: la península de Baja California, en el virreinato de Nueva España. Llegó allí en 1683, junto con una expedición que mandaba el almirante Isidro de Atondo y Antillón (vizcaíno, como se decía entonces, el cual, cinco años más tarde de llegar a la península de Baja California profesó y se hizo religioso).
Hasta aquel momento, los colonos españoles no habían conseguido hincarle el diente a la península de Baja California, la cual había sido descubierta por Hernán Cortés. Como no habían conseguido pasar del rabito del sur, incluso creían que era una isla (fue el padre Kino el que, más tarde, descubrió que California era en realidad una lengua de tierra que estaba unida al continente). La expedición de Atondo tampoco tuvo suerte y, después de fracasar en sus intentos de colonización, tuvo que retornar a Sinaloa, de donde había partido en misión de conquista. Durante el transcurso de ésta, tuvo ocasión el bueno del padre Kino de disgustarse por el trato que los soldados españoles daban a los nativos pero la verdad, debió de estar el horno para pocos bollos en aquello de amar al prójimo y no pasarle el gaznate por la espada.
En el otoño de 1683, pocos meses después de haber tenido que volverse a Sinaloa con el arcabuz entre las piernas, volvieron los españoles a intentar la colonización de la Baja California, esta vez con algo más de suerte. Fundó el padre Kino su primera misión, San Bruno (cerca de la actual Loreto), la cual sirvió de base para que los españoles pudieran encarar el duro paso de la sierra llamada de la Giganta. Cuatro meses después, consiguieron los del padre Kino alcanzar la ribera del océano Pacífico, en donde entablaron amistad con los nativos y emprendieron el estudio de su lengua y de sus costumbres, y bautizaron a los niños y a los moribundos. Pareció que, con esta nueva buena relación entre nativos y españoles, se consolidaría la misión de San Bruno, pero en 1685 una sequía destruyó las cosechas, con lo cual, los desgraciados españoles empezaron a morirse de hambre. Sometió el almirante a votación el abandonar la misión, subirse a los barcos y salvar lo que se pudiera y salió que la mayoría de los colonos secundaron la moción, con lo cual el padre Kino tuvo que dejar de sí los logros (precarios) alcanzados y su sueño de un rosario de misiones en la península de Baja California. Territorio, por cierto, al que el empecinado tirolés no volvió nunca más.
No fueron en vano sin embargo sus esfuerzos. Los informes del padre Kino convencieron al virrey español, el Conde de Paredes, de la oportunidad de estudiar la colonización de aquella tierra solo nominalmente española. Se formó una junta de la cual el padre Kino fue miembro y se ofreció a la compañía de Jesús que lo intentaran a cambio de 30.000 pesos anuales. Los jesuitas declinaron la invitación porque no quisieron manejar bienes temporales. Ante la negativa de su orden, el padre Kino se metió en otros trabajos, los cuales veremos en el próximo capítulo de esta historia.
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