Cuatro años después de que el coronavirus llegara Austria, me ha llegado el turno de pasarlo. Así me ha ido. Así me va.
4 de Noviembre.- Hace aproximadamente tres semanas, un poco por casualidad, me vacuné por quinta vez contra el coronavirus. Como ahora se verá, una suerte. Un amigo que trabaja en una consulta médica me llamó porque le habían sobrado dosis aquel día y me preguntó si me quería vacunar y yo, naturalmente, dije que sí.
Al salir de la consulta, ya con la vacuna puesta, me acordaba yo de mi primera vez, en el centro de vacunación que estaba en el Austria Center. Cuando te ponían la inyección, te pedían que esperases sentadico por si te pasaba algo. Ahora, ya todo el mundo sabe que no pasa nada. Te vacunan, te pasan un algodoncillo con alcohol y te mandan a casa. Aquella vez primera, casi me abracé llorando de alegría a la enfermera que me vacunó. Lo de menos era mi protección personal, sino que sabía que la vacuna era el primer paso para que todos pudiéramos viajar y para que la vida volviese a ser como antes. Vamos, como es hoy.
Cuatro años después de que la CoVid llegase a Austria, yo todavía no lo había pasado. Aunque pensaba yo que bueno, que estando vacunado, igual la cosa había sido tan leve que no me había enterado. Incluso -!Tonto de mí!- fantaseaba con la idea de ser inmune.
El miércoles pasado, sin embargo, mi inocencia -o mi tontería- tuvo un violento aterrizaje. Me levanté por la mañana y, de pronto, sin razón, empecé a estornudar y se me taponó la nariz. Qué raro, si no estoy acatarrado ni nada, me dije. Cuando llegué a la oficina, seguí moqueando un poco. A las doce, salí con un compañero a un restaurante cercano. Comimos pizza. Sin darme casi ni cuenta de lo que hacía, cogí el salero y le eché sal a la pizza, porque no me sabía a nada.
Nada más hacerlo, me di cuenta de que algo no iba bien.
La sobremesa empezó a hacérseme muy cuesta arriba. Me dolían los riñones, me dolían los ojos, me dolía la espalda. Empecé a tener frío. Para las cinco de la tarde, ya tenía treinta y nueve de fiebre. Volví a casa muy malamente, entré por la puerta, me puse el termómetro para confirmar lo peor, comí algo y me tomé un paracetamol de quinientos. Luego, me metí en la cama y me puse a escuchar podcasts. Tiritando como un perrillo chico, pasé una noche turbulenta. A la mañana siguiente, me hice un test. Ya lo habrá imaginado el lector: dos rayitas. Positivo.
Gracias a la vacuna, sin embargo, la cosa me ha durado menos de lo que yo pensaba y, sobre todo, estoy protegido de las consecuencias de la CoVid persistente. En el momento en el que escribo estas líneas, tengo algo parecido a un resfriado pero hoy ya he podido salir a la calle y el lunes, si todo va igual, podré ir a trabajar. El sentido del gusto, por cierto, va volviendo.
No estoy solo. Hoy, según ha comentado la viróloga Judith Aberle, jefa del sistema Sentinel en la radio pública austriaca, un treinta por ciento de las muestras de pacientes analizadas para monitorear la situación epidemiológica austriaca apuntan al coronavirus. También está la gripe tradicional (la de 1917) y muchos virus de los que provocan catarros, moqueos y las típicas infecciones gripales, los cuales se llevan un veintincinco por ciento del pastel de los enfermos.
La buena noticia: como me ha pasado a mí, la tasa de vacunación y la inmunidad conseguida a base de infecciones han conseguido que, en la mayoría de los casos, la gente haya necesitado solamente guardar cama en su casa, sin que haya sido necesario llevarles a un hospital.
Las regiones de Austria en donde hay más personas enfermas son Viena y Estiria.
En cualquier caso, es un panorama que se repetirá todos los inviernos mientras haya personas en este planeta -lo cual, al paso que vamos, puede no ser tan largo como pudiera pensarse-.
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