
En estos días se conmemoran los ochenta años del final de la segunda guerra mundial. Donald Trump y un austriaco famoso tienen cosas en común.
7 de abril.- En este momento las bolsas del mundo entero se encuentran sumidas en una catástrofe que tiene como precedente el gran bache de 2020, que marcó el principio de la pandemia. No se ve, de momento, el final de las bajadas y no parece que vayan a llegar pronto.
Mientras tanto, Donald Trump, el causante de todo esto, intenta aparentar tranquilidad (es posible incluso que confíe en su buena suerte y que la sienta). Sus intervenciones públicas recuerdan muchísimo a las de otro diletante ilustre (austriaco, para más señas), Adolf Hitler. Desde el principio de la guerra mundial, Hitler, según los testimonios que han llegado hasta nosotros de aquellos que formaban su “entourage” veía la guerra mundial como a) una manera de que Alemania recuperase el lugar en el mundo que le correspondía y b) una prueba para el propio pueblo alemán de la que este “saldría fortalecido” (si salía), en el caso de no salir, el “pueblo alemán” habría demostrado que no había estado a la altura de su misión histórica (de la misión “histérica” de Hitler) y tendría merecido todo lo que le pasara ulteriormente.
Aparte de la retórica megalómana y grandilocuente (y, en el fondo, vacía) Donald Trump y Adolf Hitler tienen otras cosas en común: en primer lugar, un gran talento para la comunicación. Un talento que se materializa en una capacidad en apariencia inagotable para la demagogia y para el sentimentalismo barato. Si Hitler aprovechó desde el primer momento las inmensas posibilidades que le brindaban los nacientes medios de comunicación de masas (la radio), Donald Trump se ha criado a los pechos de la tele más barata. Lo mismo que con todos sus otros compañeros ideológicos, eso que se suele llamar la “fachosfera” y que abarca a un grupo, por lo demás, bastante heterogéneo de políticos, su comportamiento se entiende mejor si se piensa en las reglas de un programa de telerrealidad. El numerito del otro día en la rosaleda de la Casa Blanca estuvo orquestado como un programa cualquiera de, pongamos, “Supervivientes” o “Gran Hermano”. En primer lugar, Donald Trump “cebó” a la audiencia, anunciando desde días antes que el día 2 sería “el de la liberación” y después hizo el gran anuncio (“y esta semana abandonará la casa de Guadalix de la Sierra”…).
La otra semejanza entre Hitler es su público objetivo y la adecuación de su mensaje a su público objetivo. Ya en el primer mandato de Trump los lingüistas estudiaron cuidadosamente su vocabulario y lo compararon con el de un niño de entre seis y ocho años. Donald Trump no es, de ninguna manera, tonto. Pero como los ultras del FPÖ sabe que su público no está en ese segmento medio alto de la población que se ríe de sus maneras toscas, sino en ese otro público, adicto a la telerealidad, sexualmente reprimido y para el que Donald Trump representa una figura, por raro que pueda parecer, aspiracional.
Donald Trump no es el inicio de nada, sino la consecuencia de una decadencia que se lleva gestando desde principios de este siglo. La marca del principio de la inestabilidad. La Unión Europea, Austria incluida, está intentando limitar los daños. Le ha ofrecido a Trump un trato que no es probable que acepte en un primer momento. Se trata del viejo mundo, el surgido en la inmediata posguerra mundial, que trata de pasar la aduana de los nuevos tiempos. Los de un liderazgo multipolar y en cierto modo salvaje, en el que un proyecto como la Unión Europea solo tiene posibilidades de sobrevivir representando la racionalidad que Trump ha dejado de representar.
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