Las declaraciones de Albert Pla me han hecho acordarme de otros casos parecidos. Alguno (y muy sonado) en Austria.
18 de Octubre.- Conforme uno se hace mayor, se produce un efecto curioso en la percepción de la propia biografía. Hoy, por ejemplo, tendría que pensar bastante para recuperar algunos detalles de mi vida en la Universidad. De hecho, muchas caras de personas con las que quise (y no pude) darle al molinillo o con quienes compartí aula no son más que imágenes borrosas, fantasmas en el fondo de un agua oscura. Sin embargo, todos los días, con cualquier pretexto, me vienen a la memoria frases enteras, fragmentos sueltos de mi vida de niño, como si fueran las ruinas giratorias de un campo de asteroides.
A propósito de Albert Pla
Ayer, por ejemplo, leí unas declaraciones del cantante Albert Pla en las que afirmaba que le daba asco sentirse “español” y que así debería pasarle a cualquier persona decente. Dichas manifestaciones le han costado la suspensión de un recital en la localidad de Gijón.
En la entrevista Pla, utilizando su estilo habitual, algo gallináceo, también decía otras cosas (de hecho, su espectáculo actual parece ser que versa sobre la esteril estupidez del nacionalismo, y tan estúpido es el nacionalismo español como estúpido es el nacionalismo catalán o cualquier otro) pero solo ese supuesto asco de ser español ha trascendido y, desde ayer, haciendo uso de su “derecho a la emoción” mucho becerro ha soltado por ahí su bilis por foros y platós.
El incidente, como decía, me ha traido a la memoria un recuerdo de mi infancia.
Yo vengo de una familia de Guardias Civiles. Mi abuelo fue el primero (aunque frecuentaba poco el tricornio, porque fue corrector de imprenta, oficio cuyo proceso de desaparición su nieto deplora cada día más). Mi tío, hermano de mi madre lo es también, o sea, guardia (y de carrera muy brillante, además) y su hijo a su vez, además de un estupendo fotógrafo. Y su mujer también es guardia (repóker). Otra tía mía está casada también con un miembro de la Benemérita y a todos, sí, nos gustan mucho las novelas de Lorenzo Silva.
Todo esto, naturalmente, hizo que servidor creciera en cierto ambiente en el que estaban presentes lo patriótico y lo castrense aunque, la verdad, con mucha menos estridencia de lo esperable en aquella España del Cuéntame.
De todas maneras, cuando yo era chico, una amiga de mis abuelos, señora peliteñida y tirando a seca, la cual se tomaba (y supongo se toma) muy a pecho esto del Benemérito Insituto, se ponía frenética cada vez que veía en la tele al cantante Víctor Manuel y no dejaba de mencionarlo delante de nosotros, los niños.
Victor Manuel, obviamente, no es Erwin Schrott, ni siquiera Albano (el de Romina Pragüer) pero a mí, como niño, me costaba a mí ver la razón de la tirria de esta señora.
Años después yo me enteré de que tuvo el origen siguiente:
Ana Belén, Victor Manuel y la bandera
Estando Ana Belén y su marido de gira fuera de España, un periódico madrileño publicó un suelto con una noticia (falsa) en la que se decía que Victor Manuel había tirado a la basura una bandera de España. Muchas personas, entre ellas esta amiga de mis abuelos, se tragaron la historia, lo mismo que hay gente que lee como si fueran en serio las noticias de El Jueves. Tanto Ana Belén como Victor Manuel eran, entonces, conspícuos simpatizantes del Partido Comunista y ya se sabe, la propaganda franquista vendía a los comunistas como traidores vendidos al oro de Moscú.
El escándalo, en aquella época, fue tan enorme que Victor Manuel y su señora temieron incluso por su seguridad física, y decidieron prolongar la gira hasta que las aguas volvieron a su cauce.
Thomas Bernhard, asco de ser austríaco
En todas partes cuecen habas y, si hay algo que tienen en común Austria y España, es la afición que tienen sus nacionales a echar pestes de la patria. En Austria, el recordman nacional del despotricamiento fue el escritor Thomas Bernhard.
Sin duda, fue uno de los escritores austriacos más importantes del difunto siglo XX . Pero también, evidentemente, debió de ser un señor de esos que, en la vida normal, debía de estar bastante pasado de vueltas. Mal comparado, como su paisana Elfriede Jelinek, esa mujer a la que alguien definió como “una princesa de una civilización extraterrestre”.
Bernhard, por la razón que fuera (o fuese) se ciscó varias veces en la sacrosanta patria austriaca. No solo con su obra, en la que ponía a sus paisanos a caer de un semoviente (era de estos tozudos que comentábamos días atrás que ven en cada austriaco un nazi, qué pereza) sino también con una obstinación rallana en lo insano en llevar la contraria. Por ejemplo, en 1972, durante las representaciones en Salzburgo de la obra de Bernhard El loco y el Ignorante, el escritor E-XI-GIÓ que, al final de la representación se apagaran todas las luces para que en la sala se hiciera la más completa oscuridad y echó espumarajos por la boca al enterarse de que, se pusiera como se pusiese, las autoridades imponían que, por lo menos unas luces debían permanecer encendidas: las de emergencia.
No le sirvió de nada echar espumarajos por la boca y tachar de nazi a la inspección de seguridad de los teatros.
Quizá por eso y por otros encontronazos que Bernhard tuvo con el facherío de su país (era objetivo predilecto de los políticos del FPÖ y del Kronen Zeitung) Bernhard prohibió en su testamento que se representasen sus obras dentro de las fronteras de Austria.
No se sabe si por suerte o por desgracia su albacea y heredero universal Peter Fabjan autorizó pronto algunas excepciones a la medida. Poderoso caballero, ya se sabe.
Al lado de esto lo de Pla queda como lo que es: una travesura.
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