Tentaciones de la edad o elogio de la intolerancia

AncianoEl que será un futuro viejo que hablará raro y vivirá en un país extranjero pasea por Viena y por las tentaciones.

27 de Mayo.- Querida Ainara (*) : hacerse mayor no es fácil y es algo para lo que nadie te prepara, porque vivimos en una sociedad que, de manera estúpida y absurda (o económicamente interesada) reverencia la juventud, como si ser joven fuese un valor en sí mismo.

Un joven dorado

Se estudia mucho para muchas cosas, pero no hay carrera que prepare para los estragos que la edad va produciendo, sobre todo, en el alma de uno.

Desde hace algunos años, quizá porque soy muy consciente de que seré un viejo que hable raro en un país extranjero, observo mucho a la gente mayor, tomo notas y elijo modelos para lo que quiero que, si Dios quiere, sea mi madurez primero y luego mi vejez.

De vez en cuando, descubro en mí mismo los primero indicios de lo que yo llamo “las tentaciones de la edad”.

Creo que estas, a nivel intelectual son, principalmente, dos: la primera es la pérdida de la vergüenza.

Lo que en principio es una cualidad positiva, porque la edad te da aplomo y, con esa seguridad te vas atreviendo cada vez más a ser tú mismo, se convierte con el tiempo en una especie de elasticidad moral que uno se da para hacer lo que salga del pito sin sentir mayores remordimientos (y los remordimientos, cuando son razonables, son muy sanos). Los viejos, los malos viejos, ganan en “poca vergüenza” y pierden en fiabilidad lo cual, si bien se mira, no es más que una paráfrasis vital de eso tan español de “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”. Hay que evitarlo.

Otra tentación que a mí me preocupa mucho es lo que yo llamo “descubrir los placeres de la intolerancia”.

Getreidegasse Salzburg

Cuando las opiniones se aquietan, y uno se hace cada vez más impermeable a los cambios, resulta muy fácil rodar por la cuesta abajo de pensar que uno siempre tiene razón.

El otro día, Ainara, fue la final del festival de Eurovisión. La cantante rusa recibió abucheos de parte del público a causa de la posición notoriamente homófoba de su Gobierno. A mí no me gustaron esos abucheos, pero menos todavía me gustaron artículos posteriores en la prensa austriaca, en los que dolidos opinadores, que trataban de disfrazar sus prejuicios con cierta capa de racionalidad, intentaban descalificar la reivindicación legítima (si bien no del todo correcta en las formas) de los presentes en el auditorio de Viena. Aducían eso que también argumentaban (¡Parece que fue en la edad de piedra y no hace más que diez años!) los cavernícolas españoles que se oponían a unas leyes que hoy son cosa de todos los días y ya no escandalizan a nadie. O sea, esa tonería de que:

-Los que piden tolerancia, son intolerantes.

Hoy, yendo para el trabajo, pensaba yo que el argumento de esos partidarios de la superstición es naturalmente capcioso porque implica que las dos posiciones están al mismo nivel.

Y no. Pas du tout.

Justo cuando empezaba a fallarme la paciencia infinita que, por cortesía, tenemos que tener con aquellos de nuestros semejantes a los que Dios puso en el brete de hacer de conductores suicidas por la autopista de la Historia, me paré a mí mismo. Personas equivocadas, como estas que te digo, va a haber siempre, me dije. Pero el ser humano decente tiene que tratar de sacarlas de su error de la manera más amable posible, extremando el cuidado en las formas (incluso cuando ellos se empeñen en hacer el animal): no solo porque hay que ir por la vida con buena educación, sino también porque el palo es un lenguaje que los seres humanos aceptamos solo superficialmente. Ya lo decía Unamuno: vencer es muchas veces diametralmente opuesto a convencer.

Es nuestra obligación, por otro lado, ser intolerantes con cualquier ideología que proponga la discriminación de unos seres humanos por otros, oponerse a cualquier forma de racismo, de machismo o de fanatismo religioso –la manía rezadora no es más que una de las formas más refinadas del ateismo-, combatir en fin cualquier resto del primate que queda en nosotros. Pero esa intolerancia debe llevar siempre a la palabra, al pensamiento y nunca más allá.

Muchas veces uno piensa que ojalá los del lado contrario pensasen lo mismo.

Pero eso es otra historia.

Besos de tu tío

(*) Ainara es la sobrina del autor


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