Por casualidad, llegué a la historia de unos españoles muertos en Austria, durante el terror nazi. Fueron muchos, por desgracia.
22 de Noviembre.- Supongo que una de las cosas que hacen de un escritor lo que es, es que, cuando es niño, irremediablemente, empieza a fijarse en cómo hablan los demás y, para bien o para mal, reacciona ante ese habla.
La familia de mi padre viene de un pueblo de Extremadura, Fuente de Cantos, patria que fue del pintor Zurbarán (su casa natal sigue pudiéndose visitar). Es un pueblo blanco y hermoso (véase el vídeo), en el que existe una refulgente ermita en donde se venera a la Vírgen de la Hermosa.
De niño, solo fui una vez y estuve algunos días, en casa del maestro de mi padre, Nemesio y de su mujer, Amalia, muertos hace mucho tiempo ya. Sin embargo, crecí envuelto en las historias de aquel pueblo y, sobre todo, como decía más arriba, en la manera de hablar especial que tiene mi padre y que tenía mi abuela y que se concretaba en unos giros que a mí me resultaban frescos por lo poco usuales que eran. Cuando mi abuela o mi padre, o mis tíos, querían datar un determinado suceso, siempre lo referían, como yo hago ahora con mi venida a Austria, con su marcha del pueblo (mi padre se fue definitivamente en algún punto de 1970) y siempre, para enfatizar lo antiguo del acontecimiento, dicen „ya ves, hace ya X años que falto yo del pueblo…“. Ese „faltar“ es un verbo que lleva incardinado, incluso sin que lo sepan quienes lo usan, un sentido enorme de pertenencia. El pueblo, la comunidad, es un ente superior al indivíduo al que una parte, o sea, el hablante „le falta“ o sea, que lo echa de menos, que lo ha perdido. Mi abuela, Maria Guerrero (se llamaba como la abuela de Fernando Fernán-Gómez) durante los treinta y cinco años que vivió en Madrid, siguió „faltando“ del pueblo casi tanto como el pueblo le faltaba a ella.
Yo he estado poco en ese sitio en donde están enterrados mis antepasados (el último, mi abuelo Sebastián, que murió a finales de los sesenta) pero sigo, de manera un poco inconsciente, perteneciendo yo también a Fuente de Cantos, a esa comunidad que está ahí, invisible, en mis genes. Gentes anónimas que regaron aquella tierra con su sudor y con la que, ignorándolo ellas, e ignorándolo yo más allá de esta intuición de la que hablo, estoy emparentado.
En el duro otoño del 2005, un otoño de nieves y de hielos que se prolongó hasta entrada la primavera del 2006, visité el campo de extermino de Mauthausen. Era un día gélido y la nieve cubría hasta media pierna. Hacía un silencio duro y denso y creo que, en suma, no he estado en sitio más desolado y quizá solo en uno todavía más feo: el Valle de los Caídos, basílica de Cuelgamuros, representación clarísima de lo malos que podemos ser los españoles unos con otros cuando se nos pone el colmillo retorcido.
Nada más poner el pie en Mauthausen, se me instaló una opresión en el pecho que no me abandonó durante toda la visita. Cuando entré en aquellos barracones miserables de madera y palpé las pilas de piedra gastadas en las que se lavaban los desgraciados que terminaron su vida allí, me empezaron a rodar por las mejillas unas lágrimas silenciosas que se transformaron en sollozos incontenibles cuando me vi en medio de la cámara de gas. Era, lo he dicho muchas veces, como el garaje de cualquier casa de vecinos. De media pared para abajo, pintado de gris, de media pared para arriba, blanco. Unos tubos estrechos por los que salía el gas.
Miles de españoles murieron en Mauthausen. Huyendo de nuestra guerra pasaron a Francia en el año 39, y poco después los capturaron los nazis. Preguntaron ellos al Gobierno franquista lo que quería que se hiciera con aquellos compatriotas nuestros y ese Gobierno rehusó rescatarlos abandonándoles a una muerte segura que, proverbialmente, se destina a los perros.
En Mauthausen estuvieron presos 24 hombres de Fuente de Cantos, de los cuales solo sobrevivieron cinco, liberados con el resto en 1945.
Durante la larga noche del franquismo sus historias fueron desconocidas, incluso por sus familias, que imaginaban a los muertos en otros lugares de Europa, acaso viviendo una vida mejor, trabajando en Francia, en fábricas o en Alemania, disfrutando del milagro económico propiciado por el plan Marshall. Solo a la muerte del dictador, de la que se han cumplido cuarenta años estos días atrás, pudo irse desvelando poco a poco el destino de aquellos pobres como los hermanos Lamilla Sánchez, Luis y Manuel, que entraron en el infierno del campo de exterminio el 8 de Septiembre de 1940. Luis fue trasladado al vecino campo de Gusen, moridero al que se llevaba a los que ya no podían ni con su vida, en Diciembre de 1941, su hermano quince días después. Miguel vio morir a Luis al poco tiempo y él, destruida su salud definitivamente por las torturas de los criminales nazis, apenas le sobrevivió siete meses.
Fue también el destino que corrieron los hermanos Lobato Yerga, fallecido uno a finales de 1941 y el otro a principios de 1942.
Corren tiempos oscuros por Europa. Los alambres de espino vuelven a erizar las fronteras y el hombre está constantemente coqueteando con el riesgo de volverse un lobo para el hombre. El intrincado mapa de las generaciones del continente europeo hace que todos seamos más o menos parientes, aunque como me pasa a mí con los míos de Fuente de Cantos, no sepamos la filiación exacta. Todos llevamos la misma sangre. A todos nos nacieron para la paz y la defensa de los otros. Esperemos que, conociendo historias como esta, no se nos olvide.
La lista completa de los fallecidos de Fuente de Cantos en Mauthausen se puede ver en este link.
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