Viktor Orbán, el primer ministro húngaro, está en Viena para reunirse con Kickl. Para nuestro mal, tienen razones para ser optimistas.
29 de Junio.- Hace unos años, a principios de la década pasada, se produjo en Viena, más concretamente en el Palais Liechtenstein, un encuentro ominoso. Alexander Doughin, el que luego fue famoso por ser “el ideólogo de Putin” muñidor de conceptos como el del mundo multipolar que el mandatario ruso ha utilizado después profusamente en sus discursos, se encontró con los líderes de las diferentes extremas derechas europeas. No se sabe en concreto de lo que se habló, porque los asistentes (Strache, por parte de Austria, quizá Kickl también) tuvieron que dejar a la entrada sus teléfonos móviles, para evitar filtraciones.
Ese día era sábado, y Viena estaba tomada por los asistentes a una celebración muy distinta: el Lifeball.
Era pues la ocasión indicada para mantener la discreción.
Para la Federación Rusa y para Alexander Doughin, la Unión Europea es un error de la Historia que debe ser corregido cuanto antes. Es una entidad que forma, junto con Estados Unidos, eso que Moscú llama despectivamente “Occidente” y que otras veces es conocida como “Eurosodoma” en el lenguaje ultra.
El objetivo de la reunión, probablemente, era coordinar estrategias para romper la Unión Europea desde dentro.
En las últimas elecciones europeas esos partidos que, durante años, han estado teledirigidos desde el Kremlin, mediante “contratos de colaboración” como el que vinculó al FPÖ con el partido de Putin (llamémoslo partido), esos partidos han alcanzado casi un tercio de los votos y han pasado, de ser un conjunto de fuerzas marginales, un núcleo de poder a tener en cuenta dentro de la Unión.
Este fin de semana, Victor Orbán, el jefe de uno de esos partidos, quizá el más ruidoso, está en Viena. Se va a reunir mañana con Herbert Kickl, esta vez sí, con luz y taquígrafos, y se espera que presente una alianza política. Hoy, Orbán, en una entrevista, ha hablado de un “hecho decisivo” que marcará la Unión Europea y ha pedido que se dirijan las miradas a París y a Viena, queriendo indicar que el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, también está en el ajo.
También ha hecho una profecía que solo puede parecernos apocalíptica a las personas de bien. Ha dicho que, después de la desastrosa participación de Joe Biden en el debate electoral de los Estados Unidos, la nación norteamericana también ha iniciado “el camino del cambio” y que, para el otoño, si todo va bien (o sea, mal para todos nosotros) “los patriotas” (dan arcadas solo de escribirlo) serán mayoría en los gobiernos del mundo occidental.
Para nuestro mal, no le faltan a Orbán razones para el optimismo.
Dentro de lo malo, sin embargo, hay algunas razones para la esperanza.
A pesar de las fanfarronadas de Orbán, esa persona que tiene pinta de ir a ponerle a uno kilo y medio de chorizos en cualquier momento, en las extremas derechas europeas reina de todo menos la unidad.
Viene también por la naturaleza interna de estas fuerzas, herederas de partidos que hasta hace nada eran marginales, que tienen en sus cuadros en muchas ocasiones a gente rebotada de otros sitios, en muchos casos autodidactas sin demasiados estudios, que pocas veces tienen más capital ideológico que una oratoria inflamable, un nacionalismo feroz y una lectura de la realidad de brocha gorda.
Son partidos, como el mismo Fidesz de Orbán, concebidos a la medida de su líder, por debajo del cual suele haber una pelea de egos y una propensión congénita a las noches de cuchillos largos.
Ayer hizo ciento diez años del principio de la primera guerra mundial. Una guerra, la peor que la Humanidad ha conocido, que tuvo una de sus raíces en el nacionalismo. En el mismo nacionalismo que el “patriota” Kickl y el “patriota” Orbán y el “patriota” Trump, agitan.
Que Dios nos coja confesados.
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