Palmers, otrora uno de los buques insignias de la industria textil de Austria, está a punto de hacer chimpún.
17 de Febrero.- Una cosa que aprendí durante mis estudios universitarios, aunque nadie me la explicó así, por cierto, es que las empresas son una especie de organismos pluricelulares. Como todos nosotros, las empresas tienen sentidos, que les permiten obtener información de su entorno. Tienen, por supuesto, sus vísceras y sus tripas, que son las que realizan las funciones que mantienen viva a la empresa y, cae por su peso, tienen su cerebro.
Ese cerebro, como sucede con el de las personas, puede ser mejor o peor. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental: los bichos nacemos con toda la potencia contratada de serie. Los tontos, nacen tontos y se mueren tontos y los listos un tanto de lo mismo. Sin embargo, las empresas, lo mismo que compran clips o folios o abono o palés, pueden comprar cerebro. O sea, talento. Y ser más listas. O sea, pueden comprar directivos que sean más inteligentes que los de la competencia y tomen mejores decisiones.
Como sucede con los organismos vivos, las empresas nacen, crecen y también mueren. Como los bichos, hay empresas que mueren muy jóvenes, en la infancia (esas start ups que aguantan un curso y luego, si te he visto, no me acuerdo) y las hay también que alcanzan edades muy avanzadas. Hay empresas que parecen eternas. O que pasan por tales. Por ejemplo, la Coca-cola, o los estudios Universal de cine o Nestlé o El Corte Inglés.
Al igual que con los abuelos, pasa de vez en cuando que empresas a las que uno les suponía una salud de hierro, empiezan de pronto a tener achaques y a perder su fuerza vital. Los resultados flojean, no entra tanto dinero en las cajas. Un error frecuente en estos casos es ahorrar donde no se debe. Por ejemplo, despidiendo a los ejecutivos más talentosos (y, por lo tanto, más caros) para ahorrar, confiando en que dos jóvenes recién salidos de la Universidad y que cobran mil pavos al mes harán lo mismo que un directivo con tres décadas de experiencia y que cobra cinco mil. En el pánico, se olvida que la experiencia es valiosa y no hay casi nada que la sustituya, porque está hecha de errores y esos errores cuestan, en el mundo empresarial, mucho dinero.
PALMERS DE ASUNTO DE TÍAS (BUENAS) A COSA DE ABUELAS
Cuando las empresas deciden “volverse más tontas” o tienen una dirección envejecida a la que le faltan las ganas (o la capacidad) de innovar, en general el final está escrito y llega más pronto que tarde.
Hasta hace unos años, Austria tenía una empresa centenaria, de esas que parece que van a ser eternas. Se trataba (se trata aún) de Palmers. En su apogeo, Palmers era garantía de calidad, erotismo y estilo. Sobre todo, a través de sus maniquíes que presentaban a mujeres de físicos con una perfección imposible en posturas sugerentes (porque si “los hombres usan Abanderado porque las mujeres compran Abanderado” no es menos cierto que “las mujeres usaban Palmers porque los hombres compraban Palmers”).
Hace algunos años, sin embargo, la situación de Palmers empezó a torcerse. Como suele suceder, entre todos la mataron y ella solita se murió. La decadencia de Palmers fue paralela con el auge de la moda barata y de consumo rápido y con la crisis de un modelo industrial que externalizaba la fabricación en Asia a cambio de la compra de enormes cantidades de producto.
La dirección de Palmers (que también era la de Triumph, otra marca textil ya extinta, si no me falla la memoria) debió de pensar que su Titanic nunca se hundiría, pero empezó a pasarles lo que les pasa a la socialdemocracia y al partido popular austriaco. Las chicas de treinta que compraban sujetadores en Palmers en 1995 seguían comprándolos a los sesenta en 2025. Hasta ahí, nada malo, pero las chicas de dieciocho de 2025 veían y ven Palmers como una cosa de abuelas y compran sus tangas en Intimissimi o Calzedonia, que venden diseño italiano fabricado en Asia.
CUANDO LA POLICÍA LLAMA A TU PUERTA
Al empezar la pandemia, la dirección de Palmers, impulsada por el Gobierno, tomó otra decisión desastrosa: meterse en el berenjenal de fabricar mascarillas. La teoría era estupenda o, por lo menos, así se vendía: las mismas máquinas que servían para fabricar otros artículos textiles también servirían, con un par de ajustes, para fabricar protección contra los virus malandrines. Se crearían puestos de trabajo, todos seríamos felices y comeríamos perdices.
Se inauguró la fábrica a bombo y platillo con asistencia de miembros del Gobierno. Pronto, sin embargo, los números empezaron a no cuadrar. Los asiáticos inundaron el mercado con millones de mascarillas más baratas y, sobre todo, mejor hechas. La dirección de Palmers, en un alarde de “trospidismo” (o de pánico) aplicó un gran remedio a un gran mal: se importaban las mascarillas de Asia, más baratas y se les cambiaba la etiqueta por una de “made in Austria”. Luego, se llevaban a los supermercados y todos tan contentos.
¿Todos? No, desgraciadamente. La policía y la agencia tributaria tenía algo que decir sobre el asunto, porque la estratagema de las etiquetas era un fraude como un piano. Un fraude punible, además. Y así, de buena mañana, un día se presentó la policía en la sede de Palmers, entonces aún una empresa respetable, e hizo una redada.
A partir de ahí todo fueron cuitas y más cuitas. Para poder devolver los créditos que el Estado había concedido a Palmers durante la pandemia, la empresa, acosada por los problemas financieros, tuvo que deshacer los contratos más caros y cerrar las tiendas que estaban en las calles más céntricas de Austria. Alguien hizo un estudio y se dio cuenta de que la clientela de Palmers estaba muy envejecida, con edad más de bragueros que de bragas, y se intentó desesperadamente captar otro tipo de público con una campaña en la que se resaltaba la diversidad de los cuerpos y las edades. La típica narrativa de sacar anunciando lencería a señoras de cuerpos “no normativos” para así pasar por “moelnos”. Qué podía salir mal. Y, sin embargo, salió mal. Las mujeres maduras, y presuntamente conservadoras, que compraban su ropa interior en Palmers, no entendían por qué la empresa quería que estuviesen gordas, cuando lo que ellas querían era verse sexis como toda la vida de Dios. Las jóvenes dijeron “ah, sí, otra de estas de cuerpos no normativos”, miraron los precios y se dieron cuenta de que, por lo que valía un conjunto en Palmers se compraban tres en Intimissimi, y ahí se quedó la cosa.
BUSCANDO UN ENTERRADOR. DIGOOO UN INVERSOR
Sin un plan claro y con sus empleados más antiguos en pleno sálvese quien pueda, Palmers estaba esperando la puntilla. Hace unos diez días se supo que la empresa estaba registrando a sus empleados “preventivamente” en el servicio de empleo público (AMS) y hace apenas un par de días, se supo de su quiebra, al no poder hacer frente al pago de los créditos de la CoVid.
Palmers busca un inversor que la salve, aunque probablemente encontrará un enterrador que la haga desaparecer. Y es que el único atractivo que todavía le queda a la empresa (por así decir el último combustible de la supernova) es la propia marca, Palmers, la identidad corporativa.
¿Cuánto vale la marca? Esa es la pregunta que todo el mundo se hace y que no tiene fácil respuesta. En principio, Palmers es una marca conocida pero en un segmento de edad maduro. El inversor -de existir- que quisiera revitalizarla tendría (ver párrafos del principio) que comprar talento en el mercado. Un talento escaso y caro, que tendría como misión revitalizar una marca que hace agua por todas partes. Y no solo la marca, sino también el propio modelo de negocio.
Quizá al final, como de la rosa, solo quede el nombre. O ni siquiera eso.
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