Durante mucho tiempo, yo no tuve ninguna duda de que los abuelos de los otros niños también tenían dones sobrenaturales, como el mío.
Pero ¿Qué invento es esto? Puedes leer los capítulos atrasados aquí: prólogo, capítulo 1, capítulo 2, capítulo 3, capítulo 4, capítulo 5, capítulo 6, capítulo 7, capítulo 8
9 de Agosto.- En algún momento de los años cuarenta una señora de la calle en donde vivía mi abuelo se dio cuenta de que el niño era especial. Mi abuelo tenía el don de comunicarse con lo invisible. Lo invisible (en sus propias palabras « los espíritus que vagan por el ambiente ») le daban a mi abuelo, en general, informaciones útiles y, por lo que yo pude ver durante muchos años, no demasiado dramáticas. Si se perdía algo, los espíritus (« los hermanos ») le enseñaban en donde estaba. Si algún niño tenía dolor de tripa, los hermanos, por persona interpuesta (mi abuelo) le curaban. Si un opositor tenía dudas, acudía a mi abuelo para que se las resolviera y este, su nieto, acudió siempre a él en busca de consejos a propósito de estas u otras encrucijadas de la vida. Consejos, por cierto, con los que mi abuelo era ciertamente tacaño, porque le parecía que, quien aconseja, aunque sea bajo la astuta guía de los espíritus, está investido de una responsabilidad que tiene que administrar.
Para mí, tener un abuelo vidente que, al mismo tiempo, se ganaba la vida en la Benemérita institución fundada por el Duque de Ahumada, no representó nunca ningún problema. O sea, que en otras familias probablemente la cosa hubiera dado para una cierta esquizofrenia. No en la nuestra.
Aunque sí que tengo que reconocer, en honor a la verdad que, aunque yo no recuerde que esta advertencia se hiciera nunca explícita, todos comprendíamos que mejor no hablar mucho del tema a la gente de fuera de casa.
Supongo que también ayudó a mantener la discreción que para todos nosotros aquello era completamente normal, como verá el lector en los siguientes capítulos de esta historia. Y lo que es normal se da por sobreentendido y no se explica. O sea, lo que decía Juan Gabriel « lo que está a la vista, no se comenta ».
Tan normal era el asunto para todos nosotros que yo mismo, hasta que fui mayorcito, creía que todos los abuelos de todos los demás chavales eran como el mío. En cierto modo, era como ser el nieto de Gandalf, solo que Gandalf fumaba Ducados y era un señor que, dentro de sus poderes, tenía mucho sentido del humor (aunque era un desastre contando chistes, lo cual era una cierta contradicción). Tengo que confesar que el descubrir que los abuelos de los otros niños no tenían dones relacionados con la parapsicología me causó cierta perplejidad, pero tampoco lo viví como un trauma.
El hecho de que mi abuelo tuviera abierta consulta en su casa (jamás cobró por dar ningún mensaje, por cierto, como yo no cobro por escribir Viena Directo) hizo que, desde pequeños, nos acostumbrásemos también a ver desfilar por la casa de mis abuelos a todo tipo de gente. La inmensa mayoría, personas comunes y silvestres, a las que mi abuelo, con su fe y sus sensatos consejos (alguno, sospecho, dictado por el sentido común y no por lo paranormal) sacaba de algún bache ; aunque también, a lo largo de los años, la inmensa tolerancia de mi abuelo hizo que apareciesen por su casa personajes a los que, claramente, les faltaba un tornillo.
Salvo en un caso, como luego contaré, que yo sepa, nada peligroso.
Por lo demás, mi abuelo tampoco veía demasiadas incompatiblidades entre « lo suyo » y las enseñanzas de la Iglesia Católica. Es más él, a pesar de « lo suyo » se veía a sí mismo como un católico devoto y todos teníamos la misma sensación. De hecho, nos parecía (a mí me lo sigue pareciendo) que el don de mi abuelo era un extraño complemento a su Fe y que es probable que si Jesús mismo viviera hoy por hoy, o hubiera vivido en los años ochenta, probablemente hubiera sido también Guardia Civil y hubiera ido resucitando muertos por la calle Príncipe de Vergara (cosa, por cierto, que mi abuelo nunca hizo, lo de resucitar muertos, porque ya hubiera sido llevar su don fuera de los límites de la buena educación).
Durante muchos años, mi abuelo, gran lector (también profesionalmente) corregía las erratas de los libros, manuales y revistas que la Guardia Civil imprimía para su uso en las instalaciones de la Imprenta del Colegio de Huérfanos y a las cuatro de la tarde, tras comer y una breve siesta, recibía en su casa a los cuitados que necesitaban algún empujoncillo desde el más allá.
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