Capítulo 10: aquel lunes 23

En mi familia compartimos un recuerdo falso con otros treinta y cinco millones de personas. El recuerdo verdadero, eso sí, no lo compartimos con nadie. Es muy nuestro.

Pero ¿Qué invento es esto ? Puedes leer los capítulos atrasados pinchando en estos enlaces : prólogo, capítulo 1, capítulo 2, capítulo 3, capítulo 4, capítulo 5, capítulo 6, capítulo 7, capítulo 8, capítulo 9

10 de Agosto.- La publicación de esta serie, en la que cuento algunas escenas de mi vida, ha causado un fenómeno curioso.

Mis padres y mi hermano, al leer este o aquel episodio, han empezado a completar mis recuerdos con detalles que han repescado de los fondos de su memoria o incluso me han contado incidentes y situaciones en las que yo estuve presente pero de las que no guardo memoria, desmintiendo así el tenerla yo tan buena.

En estas conversaciones, sin embargo, no he tenido más remedio que llegar a una conclusión y es la de que, por lo menos en un caso concreto, entre los cuatro, hemos fabricado un recuerdo falso.

Pero vayamos por partes.

La tarde del lunes 23 de Febrero de 1981, se realizaba la segunda votación para la investidura del nuevo presidente Leopoldo Calvo-Sotelo, tras la dimisión del solemne Adolfo Suárez. Era la segunda, ya que en la primera convocatoria Calvo-S no había conseguido la mayoría absoluta necesaria. Un mero trámite, porque aquel lunes, el cultísimo político –probablemente el más culto que haya dirigido los destinos del país- tenía garantizada la mayoría simple. A mitad de la votación (pública y nominal), a las 18 :23 de aquella tarde de lunes, irrumpió en el hemiciclo del Congreso un grupo de guardias civiles, mandado por el teniente coronel Tejero. Un cafre bigotudo sin dos dedos de frente. Se sucedieron las escenas que se han repetido por televisión mil veces. Los tiros, el « !Se sienten, coño ! » (exabrupto que se suele atribuir a Tejero, pero que fue pronunciada más probablemente por otro de sus conmilitones, el teniente Ramos Rueda), el empujón a Gutierrez Mellado, el pánico de sus señorías.

Pues bien, aquí viene el recuerdo falso. Tanto mis padres, como mi hermano (y hasta creo que yo mismo) recordamos perfectamente haber visto todo aquello por televisión. En directo. Y me acuerdo de estar en la sala de estar de mi casa, jugando con mi hermano bajo la atenta vigilancia de mi abuela María (a quien el lector no conoce aún, pero que conocerá en sucesivos capítulos de esta historia). Todo este recuerdo tan detallado solo tiene un problema : la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo no se retransmitió nunca en directo por televisión. Sí por radio, pero por la tele no. El operador de cámara Pedro Francisco Martín estaba grabando imágenes para el telediario de la noche (o, mejor dicho, transmitiendo a una unidad móvil que estaba aparcada frente al Congreso). Aprovechándose del desconocimiento de aquellos animales, cuando le ordenaron que dejase de grabar, lo único que hizo fue apagar el piloto rojo de la cámara. La cámara siguió transmitiendo a la unidad móvil y la unidad móvil a la central de Televisión Española, cuando los soldados también invadieron los estudios de Prado del Rey, se guardó la cinta debajo de la silla del director general, que se sentó encima.

Lo que sí que es verdad es que mi abuelo (por eso cuento esta escena) estuvo a punto de encontrarse en mitad de aquel momento histórico. Lo cual hubiera tenido seguramente alguna consecuencia en nuestra vida (y, por supuesto, en las vidas de todas las personas preocupadas que no hubieran podido consultar a los espíritus utilizando sus capacidades extrasensoriales).

Por lo que parece, al mismo tiempo que Tejero manchaba la sede de la soberanía popular, había un grupo de afines que, deprisa y corriendo, buscaban extras para aquella función de opereta, y trataban de engatusar a diversa gente de armas (a los guardias civiles también) para que se diesen un garbeo por el palacio de la Carrera de San Jerónimo y, de paso, se quedaran al guateque (según diversos testimonios de civiles a los que el golpe les pilló dentro del palacio de las cortes, muchos de los militares que siguieron a tejero tomaron al asalto el bar del Congreso -en tiempos, llevado por Perico Chicote– y se montaron una fiestecilla con güisquis y yintonis).

Por fortuna para todos, mi abuelo no estaba en casa en el momento en el que una voz anónima llamó por teléfono a aquel número que fue el primero que me aprendí del niño y del que aún me acuerdo, por cierto. Mi abuela cogió el teléfono y algo en el tono de la persona que llamaba o quizá en el mensaje que le dio para mi abuelo no le debió de dar buena espina. Mi abuelo era un caballero de estatura imponente pero de natural muy apacible, casi episcopal y, una vez regresó a casa, debió de convencerse rápidamente de que donde mejor estaba era en su casa, al abrigo de las incomodidades que siempre traen consigo los golpes de Estado.

La pregunta, naturalmente, es quién llamó a mi abuelo (en mi recuerdo es una voz anónima pero seguramente mis abuelos debían de saber quién era, porque de otra manera el hombre misterioso no habría podido confiar en su poder de convocatoria). También queda por saber cómo aterrizó el número de mis abuelos en la lista de os conjurados.

Conociendo a mi abuelo, que era la prudencia en persona (como ya se ha podido imaginar el lector) no me lo puedo imaginar fantasmeando y presumiendo de que si la patria, amenazada por el contubernio judeomasónico en la clase política, que si a nosotros nos honra a ellos les envilece, le llamaba, él cogería el tricornio y el arma reglamentaria y acudiría al rescate sin dedicarle al asunto más reflexión. Más me pega que, considerando la porquería de organización que (afortunadamente) distinguió aquel golpe, la parte de la conspiración que quedó fuera del Congreso no se paró mucho a considerar a quién llamaban y a quién no, de manera que el nombre de mi abuelo debió de aterrizar en aquella lista por accidente.


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