Capítulo 12: Donuts y catástrofes

En donde el primer Donut de mi vida enlaza con una tremenda catástrofe de la historia reciente de España.

Pero ¿Qué invento es esto? Puedes leer los capítulos atrasados de esta serie pinchando en estos enlaces: Prólogo, Capítulo 1, Capítulo 2, Capítulo 3, Capítulo 4, Capítulo 5, Capítulo 6, Capítulo 7, Capítulo 8, Capítulo 9, Capítulo 10, capítulo 11

16 de Agosto.- En algún momento del verano de 1981 mis padres decidieron tirar la casa por la ventana e irse de vacaciones. Vacaciones que debieron dudar alrededor de una semana o diez días, porque no había dinero para más.

La primera etapa fue en un autobús de línea entre Madrid y Fuente de Cantos, provincia de Badajoz (patria del pintor Zurbarán, el cual, por lo que parece, tampoco paró mucho tiempo en su patria chica). Mi padre no había ido a su pueblo desde 1972 o 73, desde que lo dejó para emigrar a Madrid, y por lo tanto no tenía casa allí, más que la de su maestro, Nemesio, el cual le enseñó el oficio de zapatero.

El autobús debió de salir de la estación de Mendez Álvaro a eso de las tres o las cuatro de la tarde y, a las velocidades que por entonces permitía la técnica (y, sobre todo, debido a las paradas) debió de llegar a Badajoz bastante entrada la noche.

En aquellos momentos, mi hermano no había cumplido los cuatro años y yo aún no tenía los seis. De manera que, entre el calor asfixiante el traqueteo del autobús, nos quedamos dormidos.

Cuando llegó la noche, el chófer del autobús debió de parar en alguna venta, para que el pasaje estirase las piernas y pudiera desahogar la vejiga. Bajaron del autobús las señoras mayores, muchas vestidas de oscuro, falda un poco por debajo de la rodilla y con las medallas de la virgen del Carmen al cuello, bien visibles (las escondería poco más tarde la plaga de la heroína, que hizo que las mujeres ocultaran incluso aquellas humildes alhajas para no exponerse al tirón del yonki), bajaron los reclutas de permiso que volvían a los pueblos, bajaron los señores que llevaban el Ya o el Marca o el As debajo del brazo, bajó todo el mundo. A mis padres les dio pena despertarnos a mi hermano y a mí, así que bajaron un momento con el resto del pasaje, eso sí, encomendándole al conductor que cerrase la puerta del autobús para no exponerse a que el lobo feroz nos raptase.

Supongo que yo me había quedado dormido acunado por el murmullo que hay siempre donde hay gente, incluso en una situación tan tediosa como es un viaje en autobús. De manera que cuando se hizo el silencio, ese instinto que tienen los niños me despertó. Abrí los ojos lentamente (es curioso cómo todavía, cuarenta años después, puedo ver perfectamente el interior desierto de aquel autobús). Comprobé con terror que mi hermano y yo estábamos solos, que el autobús estaba parado y que no había nadie cerca. Me levanté de donde estaba sentado (creo recordar que íbamos al final, pero no estoy seguro) y anduve por aquel pasillo eterno hasta que, a la mitad, inconsolable, me puse a llorar. Allí me encontraron mis padres poco más tarde. Superviviente de un apocalipsis que nos había dejado a mi hermano y a mí como los dos únicos habitantes del planeta. Me consolaron y, supongo que por el cargo de conciencia que les dio a los pobres, quisieron compensarme comprándome en la cafetería de aquella venta o gasolinera o bar de carretera o vaya usted a saber un producto de auténtico lujo (y que, en aquella época, como ahora contaré, suponía un cierto riesgo). Fue mi primer donut. Una rosca dulzona y aceitosa con la que, probablemente, me puse perdido (como se ponen perdidos todos los niños en esa situación).

¿Por qué era un riesgo? ¿Tenían mis padres miedo de que me subiera el colesterol o me aquejase la obesidad mórbida? ¿Eran los Donuts tan caros? No, por cierto. En mayo de aquel año una misteriosa enfermedad había empezado a hacer estragos entre la población de Madrid. La plaga desconocida se había extendido pronto. Era una enfermedad pavorosa que llevaba a la gente a la muerte entre horribles padecimientos. Los que sobrevivían, quedaban (aún están así) con secuelas de por vida.

Se trataba del „síndrome tóxico“ o la „neumonía atípica“ o, más llanamente, estaban malos „de lo del aceite“.

No tardó en saberse que una banda de hijos de puta había desviado para consumo humano una partida de aceite de colza desnaturalizado, para uso industrial.

Era una práctica común importar aceite de colza (es muy corriente para freir, por ejemplo, en Centroeuropa, porque tiene un sabor menos fuerte que el de oliva) para uso industrial. Previamente a su uso el aceite se sometía a procesos químicos para desnaturalizarlo (o sea, quitarle el olor, el sabor y el color y que no pareciese aceite comestible). El producto resultante era mucho más barato que el aceite convencional. Los hijos de puta que provocaron el envenenamiento de varias decenas de miles de personas teñían este aceite industrial con anilinas y le añadían otros compuestos químicos, de manera que lo convertían en un líquido que tenía apariencia de aceite pero que era en realidad una sopa venenosa. Lo vendían en mercadillos, que no estaban entonces sujetos a control sanitario , a un precio más barato, de manera que lo compraba gente de bajo poder adquisitivo. Nosotros, por cierto, nos salvamos porque mis padres compraban aceite de oliva del pueblo de Albacete en donde estaba destinado mi tío Jose Manuel y en el que conoció a la que hoy es su mujer.

Antes de darme el Donut mi madre le dedicó una mirada algo aprensiva ¿No lo habrían frito con aceite de colza? A mí, sin embargo, me gustó. Y mi supervivencia hasta el día de hoy indica que no tenía nada que temer.


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