Un análisis del negacionismo (9): lo bueno y lo popular

¿Es lo más popular automáticamente bueno? De cómo las sociedades europeas pasaron de ser las mejor informadas de Europa a perderse en la burbuja de los „hechos alternativos“

RESUMEN DE LO PUBLICADO :

Casi al mismo tiempo que la pandemia de coronavirus surgió el negacionismo, como un movimiento que intentaba encontrar « verdades alternativas » al hecho incuestionable de que la gente se contagiaba y moría a causa de una enfermedad nueva.

El negacionismo ha pasado por distintas fases. El negacionismo se sostiene sobre las respuestas a tres preguntas básicas: ¿Qué ha pasado? Una „mentira“ se ha impuesto a nivel mundial ¿Cómo ha pasado? Mediante una falsificación („la más grande de la Historia“) perpetrada por diferentes instancias.

La segunda fase del negacionismo consistió en afirmar que la CoVid era inofensiva para la inmensa mayoría de la población y que, por lo tanto, las medidas para controlar la pandemia eran contraproducentes o nocivas.

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10 de Diciembre.- Hoy me gustaría incidir en un tema que, en mi opinión, suele tratarse de refilón cuando se habla del negacionismo y, por extensión, de la difusión de noticias falsas.

En un mundo en el que internet se ha convertido en una realidad prácticamente omnipresente, fabricar propaganda de forma consciente para que tenga la máxima difusión posible en la red no es algo inocente.

Se hace porque, reclutando una audiencia lo más amplia posible, los fabricantes de la propaganda quieren obtener ventajas.

Y las obtienen, qué duda cabe.

Y esas ventajas son

a) en forma de dinero, a través de la monetización de los contenidos (monetización que también se hace en forma de „donativos“ para la causa) o

b) de influencia, por ejemplo a costa de crear desestabilización en determinados territorios.

c) de creación de lobbies (por ejemplo, el antiabortista, el antivacunas o el de las armas en los Estados Unidos).

Como creo que ya vengo demostrando durante toda esta serie, el negacionismo no es un fenómeno nuevo, sino que ha aprovechado mecanismos que ya existían (enormemente potenciados por internet, eso sí) y cuyo rastro es posible seguir incluso antes de que la red se convirtiese en un mecanismo de interrelación omnipresente y, lo que es más importante para este tipo de estrategias dirigidas de desinformación, transnacional.

¿Cuál es la novedad? ¿En qué se diferencian las teorías conspirativas relacionadas con la muerte de John F. Kennedy, que tuvieron un „revival“ después de la película de Oliver Stone, de las teorías conspirativas que hemos visto hasta ahora? La respuesta, aunque no solo, es internet.

Primero, por la propia naturaleza de la red que resulta, a efectos prácticos, inabarcable y accesible para cualquier persona y en cualquier punto del planeta y después, naturalmente porque, como dije ya en otro lugar, internet ha estropeado el filtro por el que las masas podían diferenciar las fuentes de información fiables de aquellas que no lo son.

Creo que merece mucho la pena que, llegados hasta aquí, nos detengamos en este punto.

CUANDO UNA NOTICIA ES COMO UN TAMBOR DE DETERGENTE

De nuevo nos encontramos con lo que podríamos llamar una „derivada perversa“ de algo que yo mencionaba más arriba: la desconfianza, de raíz anglosajona, hacia todo lo que venga del Estado tal como se entiende (o se entendía) en Europa.

O sea, aquellos servicios que el Estado da a la ciudadanía „a fondo perdido“ porque se considera que el deber del Estado es enriquecer la vida de la masa ejerciendo, si se quiere, una cierta labor filantrópica.

Por ejemplo, favoreciendo la actividad cultural o también ofreciendo una red pública de información.

Trataré de explicarme algo mejor: a la altura de 1936 la televisión ya estaba preparada para suceder a la radio como la forma de entretenimiento de las masas y probablemente lo hubiera hecho mucho antes si la segunda guerra mundial no hubiera destruido todas las infraestructuras europeas.

Después de la guerra mundial, en Europa solo las radios públicas, sujetas al Estado y financiadas por él, estaban en condiciones de afrontar los costes que suponía en aquel momento una tecnología nueva y por lo tanto, cara.

Entre 1950 y 1965 surge el modelo audiovisual europeo tal y como lo conocíamos hasta hace muy poco (una de las últimas corporaciones que aún se mueve dentro de esos parámetros es la ORF, de hecho).

Se trata de grandes conglomerados audiovisuales, frecuentemente de radio y televisión pública, que suelen estar empotrados, por lo menos formalmente, en corsés legislativos con los que se intenta garantizar no solo la transparencia y la línea editorial, sino con los que se blinda algo que el legislador considera esencial: el servicio público.

El caso paradigmático es la BBC, que es además uno muy singular porque, a lo largo de los años, ha conseguido aunar algo casi milagroso: por un lado, un fuerte espíritu de calidad y servicio público, por otro, una aceptación masiva por parte de la audiencia.

En los públicos europeos, hasta hace relativamente poco (cinco, quizá diez años) existía la firme convicción, la costumbre casi, de que las corporaciones audiovisuales estatales, incluso cuando se las acusaba, como en el caso de España, de servir los intereses del Gobierno de turno, proporcionaban información fiable y de calidad. Es lo que podríamos llamar la liturgia de las corresponsalías. Cuando sucedía algo en un país, la corporación pública tenía un corresponsal, que solo trabajaba unas horas al año, preparado para intervenir con una opinión fundada.

También y muy importante, se suponía que la audiencia, o sea, el número de personas que veían un programa o que consumían una noticia no tenía nada que ver con lo veraz que fuera esa noticia ni con la calidad del medio.

Con el abaratamiento de costes de producción en los años ochenta del siglo pasado, propiciado sobre todo por la mayor eficiencia de la tecnología, el mercado de la comunicación y de la información empieza a abrirse a operadores privados. Era cuestión de tiempo que la audiencia, el share, empezase a ser utilizado como instrumento de validación y como garantía de calidad, como sucede en los Estados Unidos.

Dicho de otra manera: la llamada lucha por la audiencia rompe también el paradigma de lo que se considera bueno, de calidad y, por lo tanto, deseable.

Los programas, las noticias, dejan de ser buenos de por sí, sino por la audiencia que cosechan.

En otras palabras: un baremo extraño a la costumbre europea y de raíz claramente anglosajona, el de lo „popular“, pasa de ser marginal a ocupar el centro del discurso.

La información pasa, pues, a convertirse en un producto más. Y las consecuencias, en una sociedad que, como la nuestra, necesita más que nunca información fiable y de calidad, son absolutamente desastrosas.

Porque si la información (algo vital) pasa a ser un producto más, como un par de zapatos o un tambor de detergente, existirá siempre la tentación de modelarla utilizando herramientas que, los que hacemos la información, sabemos que garantizan una mayor difusión.

Primero, rebajando el nivel intelectual y la preparación necesaria para poder entender un discurso informativo dado.

Segundo, adulterando el producto con ingredientes que sabemos que anulan la capacidad crítica del receptor y que hacen que la información sea más fácilmente digerible.

Este segundo punto, más que ninguno, es el que nos ha puesto delante de la catástrofe que nos amenaza en este momento, porque el ingrediente que se suele utilizar para adulterar la mezcla y anular el sentido crítico del receptor de esta tercera década del siglo veintiuno es la emoción. Cualquier emoción, pero sobre todo las emociones negativas. Cosa que se va a convetir en algo fundamental no solo para el negacionismo, sino también para la difusión de otro tipo de ideologías no menos perversas, como la resurrección de las ultraderechas europeas o las teorías conspirativas de diverso género.

LA RUINA DEL SENTIDO CRÍTICO DE LA SOCIEDAD EUROPEA

Por resumir: una información de calidad, fiable, suele ser, primero, cara de producir y,

segundo, compleja de elaborar y de comunicar.

Esto implica que, frecuentemente y así es el caso en Europa, solo corporaciones públicas o, hasta hace poco, los grandes periódicos (El País, The Times, Il Corriere de la Sera, la Frankfurter Algemeine) estén en condiciones de invertir en recursos para producir información de estas características.

Una información compleja y de calidad, que no huya de los aspectos menos „vistosos“, por pura estadística, suele tener un público más reducido. O sea, „es comprada“ por menos gente.

Según el paradigma „europeo“ dentro del cual el Estado producía información de calidad „a fondo perdido“ independientemente de la audiencia, esto no es importante, pero según el paradigma anglosajón, de dos informaciones, una de calidad pero consumida por menos gente y otra más superficial pero con más audiencia, la „mejor“ es indudablemente la segunda.

Esta igualación de „bueno“ con „popular“ y el cambio de paradigma que llevó a construir los contenidos, cualquiera que estos fuesen, para que fueran „virales“ (incluso antes de que todos aprendiéramos lo que era „viral“) ha destruido completamente un sistema de comunicación que había convertido a las sociedades europeas en las mejor informadas del mundo y nos ha lanzado a una vorágine de contenidos que una gran parte de la población (en Austria, unos dos millones y medio de personas) son incapaces de calibrar.

La próxima guerra mundial se está fabricando ya.

En la red.

Mañana: la carrera de las noticias falsas por huir de la verificación


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